Luis Landero: "El gramático a palos"
Una visita a http://lenguaenliteratura.blogspot.com/ me llevó a este excepcional artículo de Luis Landero, publicado por El País el 14 de diciembre de 1999. En él se expresan -de manera inmaculada- muchas de mis inquietudes como profesor de Lengua durante los últimos años, relativas al enorme -y lastrante- peso de la gramática en las programaciones docentes de nuestra área. Las programaciones, que deben ser un instrumento de organización, acaban por esclavizarnos cuando somos indiferentes al principio fundamental que debe sostenerlas: la flexibilidad, la adaptación a los alumnos, los protagonistas del proceso de aprendizaje.
La cosa raya el esperpento cuando seguimos, no ya la nuestra, sino la programación que nos proporciona una editorial cualquiera. Si un tercio del libro de texto toca el análisis morfológico o sintáctico, o ambos, pues adelante, tres meses dividiendo palabras o analizando oraciones. La verdad es que es cómodo para todos, reconozcámoslo: los profes no tenemos que preparar las clases, y los chavales prefieren estos ejercicios mecánicos a los comentarios de texto, es evidente. Y, si después de dominar el análisis sintáctico de oraciones subordinadas de relativo, en nuestras clases queda tiempo para practicar un poco la comprensión y expresión, escrita y oral, ya es el acabóse, nuestro año habrá sido estupendo y podremos tomarnos nuestras merecidas vacaciones estivales sin remordimiento alguno de conciencia. Luego, cuando los mismos chavales que diferencian sin problema un Suplemento de otro Complemento, muestren en cualquier escrito evidentes problemas de expresión, echaremos la culpa a su holgazanería, a la irresponsabilidad de los padres, a la ausencia de valores de la sociedad, a la falta de profesionalidad de los profesores de las etapas educativas tempranas.
El concurso de TV ¿Sabes más que un niño de primaria?, afortunadamente desaparecido de la parrilla, era un reflejo fiel de este absurdo educativo. Los concursantes debían contestar a una serie de preguntas relativas a las diferentes asignaturas de Primaria, ayudados por un grupito de niños de doce años. En la categoría "Lengua y literatura", por ejemplo, aparecían cuestiones referentes a conceptos teóricos de morfología, de sintaxis, de literatura... que, se supone, los niños debían dominar. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Le habrá ayudado al niño a escribir mejor su primera carta de amor saber diferenciar entre Sujeto y Predicado, saber definir perfectamente la hipérbole o la metonimia, saber qué es un lexema y un morfema?
Huelga decir que la mayoría de los concursantes no ganaban el premio final, y tenían irremediablemente que despedirse con la humillante frase: "No sé más que un niño de Primaria". Pero, simplemente, esos concursantes habían olvidado esos conceptos tan teóricos, y en consecuencia, demostraban que la importancia de tales conceptos para su vida práctica era más bien nula.
Durante un curso de formación para docentes en Verín, una maestra de Primaria se sintió profundamente molesta cuando sugerí que desde los primeros años de escolarización se debía programar para la expresión y la comprensión, y desterrar de las programaciones de aula los contenidos gramaticales, dejándolos para Secundaria, por mucho Decreto que los amparase. Esto se aplicaba también, por supuesto, a las lenguas extranjeras, donde el fracaso de los métodos de aprendizaje basados en la gramática es brutal (tras ocho años estudiando inglés, pocos chavales son capaces de mantener una conversación). Mi romántico grito de amotinamiento contra los Legisladores Educativos no solo cayó en saco roto, sino que chocó contra los esquemas mentales de algunos de los allí presentes, en particular de los de la maestra en cuestión, que sintió que yo estaba despreciando su trabajo, y farfulló algo parecido a que los profesores de Secundaria siempre estábamos igual, echando las culpas a los de Primaria de todos los problemas de los alumnos.
Opté por callar, para rebajar la tensión del debate. Derivaba la discusión hacia un punto absolutamente opuesto al que yo pretendía. Pero me sentí frustrado. Conmigo mismo primero, porque no supe expresar lo que quería con la suficiente claridad. Y con todos nosotros como colectivo profesional, porque, instalados en una cómoda dinámica de comodidad y de miedo al cambio, muchas veces no tenemos el valor de hacer bien nuestro trabajo. Afortunadamente, hay compañeros, sin embargo, cuyo esfuerzo y entusiasmo todavía nos sirven de inspiración. Y si no nos inspiran, al menos no seamos piedras en sus zapatos. Os dejo con el artículo de Luis Landero, "El gramático a palos".
Tengo un joven amigo que, después de diez años de estudiar gramática, se ha convertido al fin en un analfabeto de lo más ilustrado. Se trata de un estudiante de bachillerato de nivel medio, como tantos otros, y aunque tiene dificultades casi insalvables para leer con soltura y criterio el editorial de un periódico, es capaz sin embargo de analizar sintácticamente el texto que apenas logra descifrar. Su léxico culto es pobre, casi de supervivencia, pero eso no le impide despiezar morfológicamente, como un buen técnico que es, las palabras cuyo significado ignora y enumerar luego de corrido los rasgos del lenguaje periodístico, y comentar las perífrasis verbales y explayarse aún en otras lindezas formales de ese estilo. De puro disparatada, a mí la paradoja me resulta hasta cómica, quizá porque, como bien decía Bergson, siempre es motivo de risa la teatralidad con que se manifiesta lo que en el hombre hay de rígido, de mecánico, de autómata. O, si se quiere, de deshumanizado. A mí todo esto me recuerda a Charlot en la cadena de montaje, aplicado y absurdo, cautivo en movimientos maquinales de títere hasta cuando se rasca la pantorrilla con el empeine del zapato. Este joven no está lo que se dice alfabetizado, es cierto, pero sí ampliamente gramaticalizado, y la suya es sin duda una forma bien laboriosa de ignorancia. Podríamos también decir que lo que le falta en construcción y fundamento le sobra sin embargo en presencia y diseño. Vaya, pues, una cosa por otra. Libros, ha leído pocos, y no quizá por falta de afición sino porque ahora en las escuelas se enseña poca literatura y mucha lengua. Hay que estudiar demasiada gramática como para andar perdiendo el tiempo en novelas de caballerías. Aunque en la teoría no tiene por qué ser así, la práctica es otra cosa. En la práctica, la literatura está pasando incluso a ser una provincia más de esa patria común que es la lengua (o más bien de ese Saturno que devora a sus hijos), y donde a menudo ha de convivir, de igual a igual, con esas otras provincias que son el periodismo, la publicidad, la ciencia y la técnica, o la jurisprudencia. Ahí, en esa gran democracia, si es que no compadreo, todos alternan y se codean con todos. Y es que, si de lo que se trata es de enseñar lengua, la verdad es que tanto da diseccionar una lira de fray Luis como el eslogan de una marca de detergente o una receta gastronómica, porque al fin y al cabo la cantidad de gramática y de semiología que hay en esos mensajes viene a ser técnicamente más o menos la misma.
Pero, en fin, todo sea por esa buena y sacrosanta causa que es el aprendizaje de la lengua, puede pensarse. Claro que, luego, uno se pregunta: ¿y para qué sirve la lengua? ¿Para qué necesitan saber tantos requilorios gramaticales y semiológicos nuestros jóvenes? Porque el objetivo prioritario de esa materia debería ser el de aprender a leer y a escribir (y, consecuentemente, a pensar) como Dios manda, y el estudio técnico de la lengua, mientras no se demuestre otra cosa, únicamente sirve para aprender lengua. Es decir: para aprobar exámenes de lengua. Entre ellos, el de selectividad, por supuesto, que eso son ya palabras mayores. Yo sospecho que, en algún oscuro departamento de alguna universidad, en el centro de algún laberinto pedagógico, alguien alimenta el sueño, o más bien la pesadilla, de que algún día habrá en España cuarenta millones de filólogos.
El asunto, de cualquier modo, no es de ahora. En 1879, por ejemplo, en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza escribía Manuel B. Cossío: "¿Por qué no suspender el abstracto estudio gramatical de las lenguas hasta el último año de la enseñanza escolar y ejercitar al niño en la continua práctica de la espontánea y libre expresión de su pensamiento, práctica tan olvidada entre nosotros, donde los niños apenas piensan, y los que piensan no saben decir lo que han pensado?" Ciento veinte años después, la erudición gramatical, aunque con distinto ropaje, sigue vigente en las escuelas, y va camino de convertirse poco menos que en una plaga de dimensiones bíblicas.
Lo que le ocurre a mi joven amigo me recuerda mis tiempos de estudiante de Filología Hispánica. Yo llegué a sufrir aún los excesos, tan ridículos como estruendosos, de la erudición. Jamás en cinco años llegamos a comentar ni una sola página de La Celestina, el Lazarillo o el Quijote. Como en aquel relato de Kafka donde el mensajero del emperador no podrá llegar nunca a su meta porque la inmensidad del propio imperio se lo impide, o por la misma razón por la que Aquiles no conseguirá darle alcance a la tortuga, de igual modo tampoco nosotros accedíamos nunca a los textos originarios porque antes había que atravesar un laberinto inacabable de datos, de hipótesis, de averiguaciones, de fechas, de variantes, de teorías, que (ahora lo sé) no eran un medio para llegar a la obra y enriquecer la lectura sino un fin en sí mismo. Tampoco mi joven amigo sabe bien lo que lee porque, entre él y los textos, se interpone siempre la gramática, como un burócrata insaciable. Un poco al modo de aquella parodia donde Cortázar da instrucciones para subir una escalera, tanto mi joven amigo como yo nos quedamos en la higiene de los manuales de uso, sin lograr apenas ascender unos cuantos peldaños.
No hay esperpento sin un fondo solemne sobre el que destacarse. ¿Y qué mejor fondo, y de mayor solemnidad, que el de la técnica, sobre todo si se le añade el aura de un cierto hermetismo? Ante la cosa técnica, y la superstición de lo útil, todos callan y otorgan, como si se tratase del traje nuevo del emperador. Hace ya tiempo que la tecnificación del saber llegó también a las humanidades, culpables acaso de parecer sobrantes y anacrónicas en el mundo de hoy. Uno no tiene nada contra la gramática, pero sí contra la intoxicación gramatical que están sufriendo nuestros jóvenes. Uno está convencido de que, fuera de algunos rudimentos teóricos, la gramática se aprende leyendo y escribiendo, y de que quien llegue, por ejemplo, a leer bien una página, entonando bien las oraciones y desentrañando con la voz el contenido y la música del idioma, ése sabe sintaxis. Sólo entonces, como una confirmación y un enriquecimiento de lo que básicamente ya se sabe, alcanzará la teoría a tener un sentido y a mejorar la competencia lingüística del usuario. Así que, quien quiera aprender lengua, que estudie literatura, mucha literatura, porque sólo los buenos libros podrán remediar la plaga que se nos avecina de los gramáticos a palos.
4 comentarios
israelprofedelengua -
Hortensia Lago -
Pero, ¿Quién le pone el cascabel al gato? Hay mucho profesional reacio a los cambios.
israelprofedelengua -
Lu -