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ISRAelPROFEDELENGUA

La última hora de Kevin Carter

El día en que Kevin Carter (1960-1994) conectó un tubo de goma al escape de su furgoneta para suicidarse, probablemente condujo muchas horas, buscando un lugar donde refugiarse de sus demonios más profundos; un lugar donde consolarse por la pérdida de la única persona que lo conocía y lo amaba de verdad, su mejor amigo; un lugar donde descansar de la sangre de las matanzas de Sudáfrica de los 80 y 90, que había fotografiado sin pestañear; un lugar donde no tener que dar cuentas a nadie, donde no encontrar a nadie que lo juzgase al preguntarle por qué no había hecho nada por salvar la vida de aquella niña sudanesa que había encontrado por azar en aquel maldito viaje en 1993. Aquella fotografía tan meditada durante casi media hora, aquella diagonal perfecta con el buitre en la parte superior, esperando, el fotógrafo también esperando, venga, extiende las alas para que el efecto sea total, la niña en la parte inferior, muriendo, muriendo. Le habían dado el maldito Pullitzer un par de meses antes por aquella siniestra metáfora de la miseria humana.

Carter se dio cuenta de pronto que había conducido hasta un lugar familiar, luminoso, cerca de un río en el que jugaba de niño, y se sintió mejor. Cerró los ojos y recordó la inocencia de aquellos juegos, las risas, los chapuzones, las plácidas tardes veraniegas... Los párpados le pesaban cada vez más, pero se sentía extrañamente bien, extrañamente aliviado. Se quedaría para siempre allí, donde -ahora lo sabía- había sido feliz por primera y última vez, feliz, feliz, inconscientemente feliz, antes de que ese miserable trabajo -ahora lo sabía- de fotografiar todas las tragedias del mundo endureciese su corazón, aniquilase su humanidad. Carter encendió la música y tarareó una antigua canción, hasta que el monóxido de carbono lo sumió definitivamente en un sueño placentero, largo, del que nunca habría de despertar.

Leed también el artículo "La fotografía de la pesadilla", de John Carlin, publicado en El País.

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