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ISRAelPROFEDELENGUA

La carretera

La carretera

Mientras dejaba atrás una curva tras otra, pensaba en lo sencillo que sería cerrar los ojos, dejar ir el coche de frente, flotar en el vacío, recibir la comunión de la muerte en aquellos barrancos olvidados de la mano de Dios. Mil años tardarían en encontrar el coche. Pero al acercarse la curva, invariablemente pisaba el freno, reducía marcha, giraba el volante, pisaba acelerador, subía marcha. Cobarde. En las rectas, las líneas discontinuas de la carretera ejercían un efecto hipnótico, que parecía que iba a darle el suficiente valor, y nuevamente la tentación de acabar con todo aquel sufrimiento inútil, de resolver el rompecabezas irresoluble de su vida de una manera digna. Al fin y al cabo, nadie pensaría que lo habría hecho a propósito. Se quedó dormido, qué tragedia. Pero invariablemente con cada curva repetía la misma secuencia freno-marcha-volante-acelerador-marcha, y el coche seguía testarudo la sinuosa senda de asfalto, como persiguiendo su propio destino. Entre las sombras nocturnas emergieron como fantasmas los primeros edificios grises de la ciudad; finalmente se detuvo frente a un destartalado bloque de apartamentos. Aparcó, apagó el motor y dejó caer la frente sobre el pecho, las lágrimas sobre la barbilla. Al rato alzó la cabeza, y miró a través del espejo retrovisor. La niña, desde su sillita, le dedicó una sonrisa. Ya hemos llegado, papi. Sí, cariño –y su voz sollozante repitió- ya hemos llegado.

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