"Réquiem por un campesino español", de Ramón J. Sénder
Foto de photographer padawan en www.flickr.com
Ramón J. Sénder (1901-1982) fue uno de los llamados "escritores españoles del exilio". De espíritu revolucionario, la sinrazón de la Guerra Civil se llevó por delante a su mujer, fusilada sin juicio por un pelotón de soldados nacionales. El gobierno de la República envió a Sénder al extranjero para obtener apoyos del exterior; tras la guerra vivió en EE.UU. y México, donde publicó su obra maestra, Réquiem por un campesino español (1960), una trágica novela de temática sociopolítica ambientada en un pueblo del rural. Dos personajes se contraponen. Paco es un hombre sencillo pero de gran corazón, un idealista que trata de luchar por un mundo mejor. El cura, Mosén Millán, a quien Paco había servido como monaguillo, es tradicional y conservador, demasiado pasivo y conformista...
Y no digo más. En fin, una novela para no perderse, muy breve y de estilo muy directo, de las que se leen en una tarde lluviosa de un tirón... Aquí os dejo una perla, para ir haciendo boca...
Un día, Mosén Millán pidió al monaguillo que le acompañara a llevar la extremaunción a un enfermo grave. Fueron a las afueras del pueblo, donde ya no había casas, y la gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca. Se entraba en ellas por un agujero rectangular que tenía alrededor una cenefa encalada.
Paco llevaba colgada del hombro una bolsa de terciopelo donde el cura había puesto los objetos litúrgicos. Entraron bajando la cabeza y pisando con cuidado. Había dentro dos cuartos con el suelo de losas de piedra mal ajustadas. Estaba ya oscureciendo, en el cuarto primero no había luz. En el segundo se veía sólo una lamparilla de aceite. Una anciana, vestida de harapos, los recibió con un cabo de vela encendido. El techo de roca era muy bajo, y aunque se podía estar de pie, el sacerdote bajaba la cabeza por precaución. No había otra ventilación que la de la puerta exterior. La anciana tenía los ojos secos y una expresión de fatiga y de espanto frío.
En un rincón había un camastro de tablas y en él estaba el enfermo. El cura no dijo nada, la mujer tampoco. Sólo se oía un ronquido regular, bronco, persistente, que salía del pecho del enfermo. Paco abrió la bolsa, y el sacerdote, después de ponerse la estola, fue sacando trocitos de estopa y una pequeña vasija con aceite, y comenzó a rezar en latín.
La anciana escuchaba con la vista en el suelo y el cabo de vela en la mano. La silueta del enfermo –que tenía el pecho muy levantado y la cabeza muy baja– se proyectaba en el muro, y el más pequeño movimiento del cirio hacía moverse la sombra.
Descubrió el sacerdote los pies del enfermo. Eran grandes, secos, resquebrajados. Pies de labrador. Después fue a la cabecera. Se veía que el agonizante ponía toda la energía que le quedaba en aquella horrible tarea de respirar. Los estertores eran más broncos y más frecuentes. Paco veía dos o tres moscas que revoloteaban sobre la cara del enfermo, y que a la luz tenían reflejos de metal. Millán hizo las unciones en los ojos, en la nariz, en los pies. El enfermo no se daba cuenta. Cuando terminó el sacerdote, dijo a la mujer:
-Dios lo acoja en su seno.
La anciana callaba. Le temblaba a veces la barba, y en aquel temblor se percibía el hueso de la mandíbula debajo de la piel. Paco seguía mirando alrededor. No había luz, ni agua, ni fuego.
Mosén Millán tenía prisa por salir, pero lo disimulaba porque aquella prisa le parecía poco cristiana. Cuando salieron, la mujer los acompañó hasta la puerta con el cirio encendido. No se veían por allí más muebles que una silla desnivelada apoyada contra el muro. En el cuarto exterior, en un rincón y en el suelo, había tres piedras ahumadas y un poco de ceniza fría. En una estaca clavada en el muro, una chaqueta vieja. El sacerdote parecía que iba a decir algo, pero se calló. Salieron.
Era ya de noche, y en lo alto se veían las estrellas. Paco preguntó:
–¿Esa gente es pobre, Mosén Millán?
–Sí, hijo.
–¿Muy pobre?
–Mucho.
–¿La más pobre del pueblo?
–Quién sabe, pero hay cosas peores que la pobreza. Son desgraciados por otras razones.
El monaguillo veía que el sacerdote contestaba con desgana.
–¿Por qué? –preguntó- Tienen un hijo que podría ayudarles, pero he oído decir que está en la cárcel.
–¿Ha matado a alguno?
–Yo no sé, pero no me extrañaría.
Paco no podía estar callado. Caminaba a oscuras por terreno desigual. Recordando al enfermo el monaguillo dijo:
–Se está muriendo porque no puede respirar. Y ahora nos vamos, y se queda allí solo.
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