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Perlas narrativas

"El niño que no sabía jugar", por Ana Mª Matute

Un pequeño relato que escribió hace tiempo Ana Maria Matute... ¿Cómo sería el personaje, ya adulto, si la Matute retomase su historia? 

El niño que no sabía jugar, por Ana Mª Matute

Había un niño que no sabía jugar. La madre le miraba desde la ventana ir y venir por los caminillos de tierra con las manos quietas, como caídas a los dos lados del cuerpo. Al niño, los juguetes de colores chillones, la pelota, tan redonda, y los camiones, con sus ruedecillas, no le gustaban. Los miraba, los tocaba, y luego se iba al jardín, a la tierra sin techo, con sus manitas, pálidas y no muy limpias, pendientes junto al cuerpo como dos extrañas campanillas mudas. La madre miraba inquieta al niño, que iba y venía con una sombra entre los ojos. «Si al niño le gustara jugar yo no tendría frío mirándole ir y venir». Pero el padre decía, con alegría: «No sabe jugar, no es un niño corriente. Es un niño que piensa».

Un día la madre se abrigó y siguió al niño, bajo la lluvia, escondiéndose entre los árboles. Cuando el niño llegó al borde del estanque, se agachó, buscó grillitos, gusanos, crías de rana y lombrices. Iba metiéndolos en una caja. Luego, se sentó en el suelo, y uno a uno los sacaba. Con sus uñitas sucias, casi negras, hacía un leve ruidito, ¡crac!, y les segaba la cabeza.

"Inocencia perdida", de Giselle Aronso

"Inocencia perdida", de Giselle Aronso

No entiendo que el microrrelato de Augusto Monterroso, "Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí", haya alcanzado semejantes cotas de popularidad. A mí me parece una chorrada, o para no ser tan taxativo, un pequeño juego verbal que no resiste comparación alguna con otros memorables relatos del autor hondureño.

Vean ustedes, por el contrario, el poco conocido microrrelato de la poco conocida Giselle Aronso, titulado "Inocencia perdida", claramente inspirado en el de Monterroso, pero con una fuerza dramática infinitamente mayor: 

"Cuando desperté, aquella noche de Reyes, al mirar mis zapatos, mi padre todavía seguía allí".

Me disgusta un poquitín ese "al mirar" que expresa simultaneidad temporal, que creo que debiera haber sido sustituido por un "para mirar" que expresase finalidad. Pero el relato es soberbio, ¿verdad? Una pequeña joya que uno se encuentra por casualidad. Aprovechemos la coyuntura para leer otros dos microrrelatos de esta escritora argentina...

 

Des-creación

En el principio, encendió las sombras.

Al segundo día aniquiló su deseo.

Durante el tercero se dedicó a eliminar el asombro.

Todo el cuarto día lo ocupó en sofocar la ilusión.

Destruyó todas y cada palabra durante el quinto día.

Al sexto día decidió apagar su voz.

Y el séptimo día, desapareció.

 

El paredón

Sabía que estaba allí, por eso no necesitó corroborarlo antes. Recordaba perfectamente que se encontraba al final de una calle sin salida, luego de las siete cuadras que ocupaba una fábrica de zapatos.

Sentía que era la mejor opción para su decisión, la que más la identificaba, la más emblemática.

Cruzó la ciudad con la tranquilidad de quien ya ha atravesado las mareas de su mente y está del otro lado. Por eso mismo, ya no pensaba; de esa orilla no hacía falta la razón.

Cuando llegó por fin adonde la fábrica comenzaba, automáticamente como tantas otras veces, su pie derecho aflojó el acelerador mientras el izquierdo al mismo tiempo activaba el embrague y su mano apretaba la palanca moviéndola a la posición de cuarta velocidad. La misma operación fue repetida para pasar a la quinta. Tres cuadras le bastaron para alcanzar los 160 kilómetros por hora. En ese número se condensaba el último sentido de todo.

Las cuatro cuadras restantes se volvieron líquidas en el tiempo.

Al llegar a la séptima, se aferró con toda la fuerza que le quedaba al volante y sin dudarlo avanzó como si fuera a zambullirse en esa masa concreta y uniforme que la atraía. Su límite final.

 

Silencio al otro lado del auricular

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La periodista y escritora Aitana Castaño firma este microrrelato. Sencillo, impecable, emocionante. Me recuerda inevitablemente a una canción de Víctor Manuel...

NO DEBERÍA HABER TELÉFONOS EN EL HOGAR DE UN MINERO

Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu... pero lo levantó. 
-Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira... Marisa oye dime algo... 
Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada.

"El vigilante", por Felipe Benítez Reyes

Nada había oído hablar de este autor gaditano, cosa que poco dice en mi favor, profesor de literatura, pues Felipe Benítez Reyes, a sus 50 años, no es ningún novato. Ha logrado varios galardones, entre ellos el Premio Nacional de Literatura por su poemario Vidas improbables (1996) o el Premio Nadal por la novela Mercado de espejismos (2007). Mi colega Juanjo transcribió un microrrelato suyo en su muro de Facebook, "El vigilante", perteneciente al libro Un mundo peligroso (1994). Una pequeña obra maestra.

Que griten. Yo, como si fuese sordo. Que arañen sus elegantes forros de seda. A mí sólo me pagan para que vigile esto, no para que cuide de ellos ni para que me quiten el sueño con sus gritos. ¿Que bebo demasiado? No sé qué harían ustedes en mi lugar. Aquí las noches son muy largas… Digo yo que deberían tener más cuidado con ellos, no traerlos aquí para que luego estén todo el tiempo gritando, como lobos, créanme. Ahora bien, que griten. Yo, como su fuese sordo. Pero si a alguno se le ocurre aparecer por aquí, lo desbarato y lo mando al infierno de una vez, para que le grite al Demonio... Pero a mí que me dejen. Toda la noche, como les digo. Y tengo que beber para coger el sueño, ya me dirán. Si ellos están sufriendo, si están desesperados, que se aguanten un poco, ¿verdad? Nadie es feliz. Además, lo que les decía: tengan ustedes más cuidado. Porque luego me caen a mí, y ustedes no me pagan para eso, sino para cuidar los jardines y para ahuyentar a los gamberros, ¿no? ¿Qué culpa tengo yo de que los entierren vivos? Y claro, ellos gritan.

Aunque la cosa va de muertos enterrados vivos, seguro que algún profesor habrá tenido la tentación de aplicárselo a su experiencia diaria...Sonrisa

 

Enseñanzas de Robinson

No es nada nuevo que, cuando alguien tiene que tomar una decisión importante o analizar un hecho lo más objetivamente posible, sopese los pros y los contras, las ventajas y los inconvenientes, escribiéndolos en un papel. Recuerdo que yo mismo lo hice una vez, cuando me propusieron un lectorado en San Petersburgo al año de regresar de Minsk, ya metido de lleno en la vorágine de las oposiciones… Robinson Crusoe lo hace también, para –como dice él- “liberar los pensamientos que a diario me afligían”. Escribir sobre algo nos ayuda a poner orden en nuestros pensamientos, a tomar cierta perspectiva de las cosas, a reflexionar, a tratar de manera menos desapasionada y más efectiva los problemas o las circunstancias que vivimos. Una gran lección pero no la única ni la más importante.

La segunda gran lección de este fragmento de la novela de Daniel Defoe es que por problemática que pueda parecer una situación, hay que tratar de tener una mente positiva, mirar la botella medio llena, como se dice coloquialmente.  A veces no es fácil, pero la amargura no nos conduce a nada. Los problemas pueden ser tomados como desafíos; y si tienen solución entonces, ¿para qué preocuparse excesivamente? El náufrago por excelencia, Robinson, tiene esta actitud constructiva, y como consecuencia de ello, puede prepararse y adaptarse mejor a su nueva vida: “comencé a ocuparme de mejorar mi forma de vida, tratando de facilitarme las cosas lo mejor que pudiera”.

Aquí está el fragmento de este clásico de la narrativa universal, publicado en 1719 y que bien pudo basarse -al menos en parte- en la experiencia del español Pedro Serrano...

Comencé a considerar seriamente mi condición y las circunstancias a las que me veía reducido y decidí poner mis asuntos por escrito, no tanto para dejarlos a los que acaso vinieran después de mí, pues era muy poco probable que tuviera descendencia, sino para liberar los pensamientos que a diario me afligían. A medida que mi razón iba dominando mi abatimiento, empecé a consolarme como pude y a anotar lo bueno y lo malo, para poder distinguir mi situación de una peor; y apunté con imparcialidad, como lo harían un deudor y un acreedor, los placeres de que disfrutaba, así como las miserias que padecía, de la siguiente manera:

Malo

  • He sido arrojado a una horrible isla desierta, sin esperanza alguna de salvación.
  • Al parecer, he sido aislado y separado de todo el mundo para llevar una vida miserable.
  • Estoy separado de la humanidad, completamente aislado, desterrado de la sociedad humana.
  • No tengo ropa para cubrirme.
  • No tengo defensa alguna ni medios para resistir un ataque de hombre o bestia.
  • No tengo a nadie con quien hablar o que pueda consolarme.

Bueno

  • Pero estoy vivo y no me he ahogado como el resto de mis compañeros de viaje.
  • Pero también he sido eximido, entre todos los tripulantes del barco, de la muerte; y Él, que tan milagrosamente me salvó de la muerte, me puede liberar de esta condición.
  • Pero no estoy muriéndome de hambre ni pereciendo en una tierra estéril, sin sustento.
  • Pero estoy en un clima cálido donde, si tuviera ropa, apenas podría utilizarla.
  • Pero he sido arrojado a una isla en la que no veo animales feroces que puedan hacerme daño, como los que vi en la costa de África; ¿y si hubiese naufragado allí?
  • Pero Dios, envió milagrosamente el barco cerca de la costa para que pudiese rescatar las cosas necesarias para suplir mis carencias y abastecerme con lo que me haga falta por el resto de mi vida.

En conjunto, este era un testimonio indudable de que no podía haber en el mundo una situación más miserable que la mía. Sin embargo, para cada cosa negativa había algo positivo por lo que dar gracias. Y que esta experiencia, obtenida en la condición más desgraciada del mundo, sirva para demostrar que, aun en la desgracia, siempre encontraremos algún consuelo, que colocar en el cómputo del acreedor, cuando hagamos el balance de lo bueno y lo malo.

Habiendo recuperado un poco el ánimo respecto a mi condición y renunciando a mirar hacia el mar en busca de algún barco; digo que, dejando esto a un lado, comencé a ocuparme de mejorar mi forma de vida, tratando de facilitarme las cosas lo mejor que pudiera.

¿El secreto de la felicidad?

Baroja vuelve a esta sección de "Perlas narrativas" con este relato que nos hace reflexionar sobre la felicidad. Qué es y cómo lograrla es algo que ha obsesionado desde siempre al hombre; sin embargo, poner el empeño en algo concreto, una meta, un sueño... ha llevado precisamente a muchos a la infelicidad más absoluta. "Cuidado con lo que deseas", parece decir Baroja con este texto, en el que el personaje narra la experiencia de su vida (o de sus vidas, ya que escribe desde la séptima encarnación de su alma) en busca de la felicidad: de paria a libre, a rico, a poderoso, a sabio, a viajero... y finalmente, en un círculo perfecto, otra vez a paria, su estado inicial, estado al que se resigna finalmente. Al final de cada experiencia vital, la misma letanía: Y no encontré la dicha. Y solo parece encontrar relativa paz, que no la dicha, cuando deja de desear, esperando tranquilo la dulce hora de la muerte...

Porque [el hombre] en vano vino y a tinieblas va, con tinieblas será cubierto su nombre.

Eclesiastés, cpto.6, v.4

Y era en la isla de Ceylán, en el séptimo siglo antes de la venida de Cristo, en la séptima encarnación de mi alma, en el tiempo en que Sakyamouni predicaba por el mundo y enseñaba la Ley, ley de gracia para todos los hombres. Y era en la isla de Ceylán.

Y mi alma triste había encarnado en el cuerpo de un paria. En los momentos de descanso, tras de las rudas faenas, un compañero, esclavo como nosotros, leía las plegarias y los himnos santos, santos himnos que escribieron el solitario de la familia de los Sakyas y sus discípulos. Y yo oía las sentencias de Buda pero no meditaba en el dolor, ni en la muerte, ni en la tristeza, ni en la miseria de las alegrías del hombre; meditaciones que abren al asceta las puertas de la misteriosa ciudad del Nirvana, en donde se es sin ser, y en donde se duerme el eterno sueño del aniquilamiento; lejos, muy lejos de las miserias y de las torpezas del mundo, en los dominios de la paciencia y del reposo, fuera del ingrato océano de la creación dolorosa.

Y mi corazón estaba turbado por la vanidad y mis ojos no veían la luz en el camino. Porque amaba los goces de la vida, falsos como el eco de las cavernas y como las sombras reflejadas en los ríos, y quería apurar la copa del placer, que es tan solo receptáculo del dolor y de la liviandad.

Y el espíritu, inspirador de los deseos y de las pasiones, me infundió el entusiasmo por la aborrecible existencia.

“¿Qué necesito –pensé– para encontrar la dicha? Ser libre; la libertad basta para mi dicha”.

Y fui libre, y me acosó la miseria, y viví desgraciado años y años.

Y no encontré la dicha.

“¡Oh! –pensé entonces–. ¡Qué engaño el mío! No basta la libertad para ser dichoso. Se necesita también la riqueza”.

Un día me encontré dueño de una fortuna considerable, y vi satisfechos sin esfuerzos mis necesidades y mis deseos.

Y no encontré la dicha.

“¿De qué me vale la riqueza –dije después– si mis mayores ambiciones no puedo satisfacerlas? ¡Oh! Si yo fuera poderoso”.

Y fui poderoso y tuve un país bajo mi dominio, y esclavos, y elefantes gigantescos, y carros de oro, y jardines colgantes, y mujeres adornadas con piedras preciosas.

Y no encontré la dicha.

Y cuando el poderío se me hizo repulsivo, quise ser sabio, y estudié en Egipto, y en Babilonia, y en Persia, y en Caldea, y medía la distancia de los astros, y calculé las alturas del sol. Y vi que en la mucha sabiduría hay mucha molestia y que quien añade ciencia añade dolor.

Y no encontré la dicha.

Y recorrí el mundo, hasta las tierras del Extremo Occidente, y vi las grandes y fastuosas ciudades del Mediterráneo, cuna de los más refinados placeres.

Y no encontré la dicha.

Y, resignado, volví a la isla de Ceylán, y volví a ser paria y volví a sufrir, y esperé tranquilo la hora de la muerte, la dulce hora de perder la personalidad en el crepúsculo del pasado y de fundirse en la augusta inconsciencia, como un rayo de sol en las masas azules de los mares.

Hay en los libros de Zaratustra y en las sentencias del hebreo Jesús Ben Sirach parábolas más profundas y de más sutil enseñanza; pero de cierto os digo que a vosotros, cuyo corazón está turbado por la vanidad y cuyos ojos están cegados por el orgullo, os puede ser útil para la salud de vuestra alma la historia de esta vida, séptima encarnación de mi espíritu en el cuerpo de un esclavo, en la isla de Ceylán.

PS. Por cierto, mis alumnos me han dicho hoy que con esta clase de textos les animo un montón, jejej... "¿Qué te pasa hoy, Lucía? Te veo triste, apagada..." "Nada, mamá, es que tuve clase de Lengua castellana...". Así que os pongo este vídeo revitalizante... Por cierto, felicidad sin deseo...

 

Borges y su historia de "...los dos que soñaron"

El alquimista me hizo recordar un cuento de Jorge Luis Borges recogido en su Historia universal de la infamia (1935), "Del libro de las 1001 Noches, noche 351", basado a su vez en un relato anónimo persa. Un ejemplo claro de inspiración intertextual. Pero cuidadín con la SGAE, que a esto lo llamaría plagio, y llevaría a juicio sumarísimo a Coelho, Borges o a cualquier beduino distraído que se pusiese en su camino... Podeis escuchar el cuento arriba… o simplemente leerlo, o ambas cosas…

El historiador arábigo El Ixaquí refiere este suceso:

   "Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme), que hubo en el Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió menos la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió una noche debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño un hombre empapado que se sacó de la boca una moneda de oro y le dijo: "Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla." A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves, de los piratas, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el Decreto de Dios Todopoderoso, una pandilla de ladrones atravesó la mexquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron con el estruendo de los ladrones y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo, y le menudearon tales azotes con varas de bambú que estuvo cerca de la muerte.
    A los dos días recobró el sentido en la cárcel.El capitán lo mandó buscar y le dijo: "¿Quién eres y cuál es tu patria?. El otro declaró: "Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Mohamed El Magrebí." El capitán le preguntó: "¿Qué te trajo a Persia?". El otro optó por la verdad y le dijo: "Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna.Ya estoy en
Isfaján y veo que esa fortuna que prometió deben ser los azotes que tan generosamente me diste".
   "Ante semejantes palabras, el capitán se rió hasta descubrir las muelas del juicio y acabó por decirle: "Hombre desatinado y crédulo, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo en cuyo fondo hay un jardín, y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol una higuera y luego de la higuera una fuente, y bajo la fuente un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, engendro de una mula con un demonio, has ido errando de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no te vuelva a ver en Isfaján. Toma estas monedas y vete".
   "El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la fuente de su jardín que era la del sueño del capitán) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto."

Si queréis saber más sobre Borges, el monográfico del Centro Virtual Cervantes os servirá de mucho. También es estupendo este vídeo documental presentado por Román Lejtman. Pero escuchar su voz contando uno de sus relatos, no tiene precio.

"Cuento de Navidad", de Charles Dickens (según Disney)

Como regalo de Navidad para mi sobrina Esther, fanática del mundo Disney, aquí va una versión muy especial del Cuento de Navidad, de Charles Dickens... Una perla narrativa de código audiovisual...

dosautores.com

El azar ha hecho que hoy me detuviese en la página web de dos escritores, Luis de la Fuente y Alberto Garijo, en la que aparecen deliciosas narraciones breves. A mí personalmente me gustan más las de Luis de la Fuente, sencillas, con un ritmo y una sintaxis que las convierte casi en poemas en prosa. Las narraciones de Alberto Garijo son más complejas e intelectuales, de períodos largos, con cierto aire ensayístico. Pero para gustos... Aquí está la lista completa de los textos que pueden leerse. Yo he seleccionado algunos...

DE LA FUENTE, Luis:

El hogar roto

Hundió con fuerza el rostro congestionado contra la almohada al escuchar llegar a su padre, que se sentó a oscuras en la sala sin recabar en su presencia. Inmóvil y casi todo ausente, su figura en penumbra era la de un hombre acabado, cuyas pupilas brillaban porque los ojos que las contenían lloraban a todas horas solos.
Y solos lloraban, padre e hijo, en aquella casa de hielo y de sombras, en aquel hogar sin alma, queriendo olvidar el recuerdo de la fría oscuridad de un nicho donde ella, sola, esposa y madre, derrotada por la vida, yacía con sus recuerdos de amor hechos cenizas.

La mujer del marinero

La mujer del marinero observa con tristeza el mar desde su ventana. Los pesqueros salen del puerto en comitiva, como en un cortejo fúnebre, y se adentran en el mar despacio. No estarán de vuelta para la boda de la hija de María. Los hombres se alejan en sus barcos, y sus rostros ajados tienen el aire grave de una sentida despedida. Algunos marineros lloran al ver a María. El pueblo se ha quedado otra vez solo, con su faro diminuto, sus callejuelas encaladas y sus caminos en cuesta que desembocan en la plaza de la iglesia.
En el bar del puerto los viejos juegan a las cartas, y en la panadería las mujeres se lamentan por María.
Un marinero no estará de vuelta para la boda de su hija. Ya no podrá partir de ningún puerto.

Una estación de tren abandonada

Una estación de tren abandonada... En sus paredes, sucias y llenas de pintadas, se percibe el murmullo de viajeros que en otra época esperaban, mientras cien ojos gélidos parecen mirar desde los huecos negros de las ventanas. Las farolas oxidadas no iluminan, y la herrumbre va destruyendo poco a poco el esplendor de una estación que ya no tiene nombre. La hierba crece libre entre las traviesas de madera, y ráfagas de viento levantan caprichosos remolinos que recorren la estación desplazando arena de un lado a otro. Preside el andén un reloj muerto, y un chasquido eléctrico en la vía, quebrada, anuncia la imposible llegada de un convoy a la hora en punto. Aire y sombras. No queda nada. Tan sólo una estación de tren abandonada.

Mi infancia se quedó allí

Mi infancia se quedó allí, no en las aulas ni en las galerías, sino entre las nubes de polvo que se levantaban sobre la arena del patio de recreo. Allí se quedó ese sol, redondo y amarillo, que alumbraba horas eternas, la juventud de mis padres y la madurez de mis abuelos; allí se quedó mi inocencia, el niño Jesús y la cigüeña que traía a los niños de París volando. Se quedó mi primer amor y mi primer desengaño. Mi primera pelea se quedó allí, mi primer miedo. Se quedó la muerte de la madre de mi compañero, tan querido, y la de mi tío Julio; la canica de cristal, el tren eléctrico y la bicicleta que con todo su cariño me regaló mi abuela; la sonrisa abierta, la ilusión sincera, la confianza. Se quedó el futuro proyectado de mi vida. Se quedó mi infancia. Se quedó allí, flotando entre las nubes de polvo. En aquel patio de recreo.

El amor los besó

Angya estacionó el automóvil y apagó el motor. El olor del agua de lluvia evaporándose sobre los adoquines de la acera les acompañó hasta que entraron en aquel pequeño pub de barrio con cierto aire irlandés, regentado por David, una especie de John Wayne bonachón, de angelote enorme de mirada transparente y ademanes delicados, que nada más verles entrar se deshizo en atenciones hacia ambos. ¡Pobre David, él también estaba enamorado de Angya sin quererlo! Las mesas del establecimiento eran pequeñas, por eso cuando se sentaron frente a frente, tan cerca el uno del otro, se sintieron tan bien. Ninguno de los dos hacía nada por ocultar sus sentimientos; se miraban abiertamente a los ojos, sin importarles lo más mínimo lo que sucediera a su alrededor, ajenos a todo lo que no fueran ellos. Miguel acariciaba el rostro de Angya con la mirada, se detenía en sus labios y la buscaba después, vehemente y apasionado, en las profundidades de unas pupilas celestes que parecían querer entregarse a él sin reservas.
De repente se hizo el silencio entre los dos, el amor se abrió paso y, abrazándolos, los besó.

GARIJO, Alberto:

La emanación [este me gusta por el toque kafkiano final]

Carmen empezaba a arrepentirse de su temeridad. Meterse en una cueva sin más instrumental que una linterna ya entrañaba de por sí bastantes riesgos, pero culminar tamaña imprudencia adentrándose por un oscuro boquete de la pared más profunda del fondo de la gruta suponía coronar la cima del despropósito. Bien era cierto que la progresiva holgura de aquel conducto mitigaba su desasosiego, como también lo hacía la reconfortante claridad eléctrica que despejaba las tinieblas desde su mano. Pero el motivo de su preocupación se acrecentaba a cada paso: un débil rastro olfativo, el reclamo que la había inducido a internarse en tan desaconsejable poro de la montaña. El olor aumentaba sutilmente de intensidad, mas aquella taimada infiltración gaseosa o lo que fuere no revelaba su verdadera naturaleza, e identificarla mediante la nariz -en apariencia la única vía posible- era un empeño vano. Su difuso matiz afrutado incrementaba la confusión acerca de su origen, aunque sugería una procedencia orgánica. Carmen se paró al apreciar un cambio en la textura de la roca, enfocó la luz sobre un punto concreto y lo tocó. De pronto invirtió sus pasos a toda velocidad hasta salir por el orificio inicial, que cegó con varias piedras antes de huir fuera de la cueva.
Descubrir que el túnel era de manzana fue algo mucho menos dramático que su innegable aspecto de galería excavada por un gusano
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"Réquiem por un campesino español", de Ramón J. Sénder

"Réquiem por un campesino español", de Ramón J. Sénder

Foto de photographer padawan en www.flickr.com

Ramón J. Sénder (1901-1982) fue uno de los llamados "escritores españoles del exilio". De espíritu revolucionario, la sinrazón de la Guerra Civil se llevó por delante a su mujer, fusilada sin juicio por un pelotón de soldados nacionales. El gobierno de la República envió a Sénder al extranjero para obtener apoyos del exterior; tras la guerra vivió en EE.UU. y México, donde publicó su obra maestra, Réquiem por un campesino español (1960), una trágica novela de temática sociopolítica ambientada en un pueblo del rural. Dos personajes se contraponen. Paco es un hombre sencillo pero de gran corazón, un idealista que trata de luchar por un mundo mejor. El cura, Mosén Millán, a quien Paco había servido como monaguillo, es tradicional y conservador, demasiado pasivo y conformista...

Y no digo más. En fin, una novela para no perderse, muy breve y de estilo muy directo, de las que se leen en una tarde lluviosa de un tirón... Aquí os dejo una perla, para ir haciendo boca...

 

Un día, Mosén Millán pidió al monaguillo que le acompañara a llevar la extremaunción a un enfermo grave. Fueron a las afueras del pueblo, donde ya no había casas, y la gente vivía en unas cuevas abiertas en la roca. Se entraba en ellas por un agujero rectangular que tenía alrededor una cenefa encalada.

Paco llevaba colgada del hombro una bolsa de terciopelo donde el cura había puesto los objetos litúrgicos. Entraron bajando la cabeza y pisando con cuidado. Había dentro dos cuartos con el suelo de losas de piedra mal ajustadas. Estaba ya oscureciendo, en el cuarto primero no había luz. En el segundo se veía sólo una lamparilla de aceite. Una anciana, vestida de harapos, los recibió con un cabo de vela encendido. El techo de roca era muy bajo, y aunque se podía estar de pie, el sacerdote bajaba la cabeza por precaución. No había otra ventilación que la de la puerta exterior. La anciana tenía los ojos secos y una expresión de fatiga y de espanto frío.

En un rincón había un camastro de tablas y en él estaba el enfermo. El cura no dijo nada, la mujer tampoco. Sólo se oía un ronquido regular, bronco, persistente, que salía del pecho del enfermo. Paco abrió la bolsa, y el sacerdote, después de ponerse la estola, fue sacando trocitos de estopa y una pequeña vasija con aceite, y comenzó a rezar en latín.

La anciana escuchaba con la vista en el suelo y el cabo de vela en la mano. La silueta del enfermo –que tenía el pecho muy levantado y la cabeza muy baja– se proyectaba en el muro, y el más pequeño movimiento del cirio hacía moverse la sombra.

Descubrió el sacerdote los pies del enfermo. Eran grandes, secos, resquebrajados. Pies de labrador. Después fue a la cabecera. Se veía que el agonizante ponía toda la energía que le quedaba en aquella horrible tarea de respirar. Los estertores eran más broncos y más frecuentes. Paco veía dos o tres moscas que revoloteaban sobre la cara del enfermo, y que a la luz tenían reflejos de metal. Millán hizo las unciones en los ojos, en la nariz, en los pies. El enfermo no se daba cuenta. Cuando terminó el sacerdote, dijo a la mujer:

-Dios lo acoja en su seno.

La anciana callaba. Le temblaba a veces la barba, y en aquel temblor se percibía el hueso de la mandíbula debajo de la piel. Paco seguía mirando alrededor. No había luz, ni agua, ni fuego.

Mosén Millán tenía prisa por salir, pero lo disimulaba porque aquella prisa le parecía poco cristiana. Cuando salieron, la mujer los acompañó hasta la puerta con el cirio encendido. No se veían por allí más muebles que una silla desnivelada apoyada contra el muro. En el cuarto exterior, en un rincón y en el suelo, había tres piedras ahumadas y un poco de ceniza fría. En una estaca clavada en el muro, una chaqueta vieja. El sacerdote parecía que iba a decir algo, pero se calló. Salieron.

Era ya de noche, y en lo alto se veían las estrellas. Paco preguntó:

–¿Esa gente es pobre, Mosén Millán?

–Sí, hijo.

–¿Muy pobre?

–Mucho.

–¿La más pobre del pueblo?

–Quién sabe, pero hay cosas peores que la pobreza. Son desgraciados por otras razones.

El monaguillo veía que el sacerdote contestaba con desgana.

–¿Por qué? –preguntó- Tienen un hijo que podría ayudarles, pero he oído decir que está en la cárcel.

–¿Ha matado a alguno?

–Yo no sé, pero no me extrañaría.

Paco no podía estar callado. Caminaba a oscuras por terreno desigual. Recordando al enfermo el monaguillo dijo:

–Se está muriendo porque no puede respirar. Y ahora nos vamos, y se queda allí solo.

"La muerte del funcionario", de Chejov

"La muerte del funcionario", de Chejov

Caricatura de Chejov. El País, 20 de junio de 2004.

Uno de los lugares más bellos de Moscú no está dentro de los límites de la impresionante Kráshnaya Plóschad (’Plaza Roja’, aunque el significado antiguo de Kráshnaya era ’bonita’). Se halla un poco más al sur, río abajo: me refiero al Monasterio y el Cementerio de Novodévichy, un hermoso remanso de paz lejos del bullicio del tráfico del centro. Aquí descansan los restos de uno de los grandes autores rusos: Antón Pávlovich Chejov (1860-1904). Comenzó a escribir relatos humorísticos y caricaturescos bajo el pseudónimo de Chejonté mientras estudiaba la carrera de Medicina, para ganarse unos rublos con los que ir tirando y ayudar un poco a su familia. Casi sin quererlo, Chejov se convirtió en un afamado escritor, especializándose definitivamente en el relato breve y el teatro, con obras maestras entre las que destacan Tio Vania, El jardín de los cerezos o La gaviota. Sus dotes de observación, su facilidad para encontrar las silenciosas tragedias de los personajes de la escena social rusa pre-soviética, la reducción al absurdo de comportamientos y situaciones... son sus credenciales literarias más importantes.

Algunos comentarios muy acertados sobre los personajes chejovianos:

Rubén Salazar Mallén: "La sordidez, la mezquindad y el egoísmo dominan con harta frecuencia a los personajes de sus relatos, y como estos personajes están caracterizados tan diestramente, con tanto arte, la obra de Chejov parece, en su conjunto, una gran galería con retratos de seres en que un escondido miedo de vivir, o el dolor y la miseria han provocado lamentables deformaciones."

Rubén A. Arribas: "El lector lo que ve son personajes en movimiento que hacen su vida cotidiana, y tarde o temprano se da cuenta de que tanta normalidad es sólo apariencia; detrás de esa vida normal hay un despelote tremendo que emerge desde un segundo plano y que no se sabe en qué terminará (bueno, con Chéjov con algún suicidio, casi seguro)."

Héctor Lévy-Daniel: "Todos y cada uno de los personajes padecen una situación de descentramiento: debido a sus errores ninguno encuentra su lugar, y esto genera en cada uno un sentimiento de profunda insatisfacción, explícita o velada. Los personajes de Chejov nunca pueden tener exacto conocimiento (ni siquiera aproximado) de la situación por la que están atravesando. Todos los personajes revelan un enorme desconocimiento de la realidad en la que están sumergidos y una incapacidad para enfrentar los problemas que las circunstancias les imponen. Por esta razón sus expectativas pocas veces se cumplen, o nunca."

Bueno, pues aquí tenemos uno de los famosos cuentos de Chejov, escrito con 23 años; aquí el protagonista es un funcionario demasiado escrupuloso, demasiado celoso de su trabajo, demasiado obsesionado por la "buena educación", demasiado paranoico por el "qué dirán"... Seguro que os gusta.

Una hermosa noche, el no menos hermoso funcionario1 Iván Dmítrievitch Cherviakóv se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville2. Miraba y se sentía en la cresta de la felicidad. Pero, de repente... -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de pronto»; los autores tienen razón: ¡la vida está llena de imprevistos!-, de repente su cara se arrugó, sus ojos se contrajeron, su respiración se detuvo... Apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡achís!, estornudó. Estornudar no se le prohíbe a nadie en ningún lugar. Los aldeanos, los jefes de Policía, los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan.

Cherviakóv no se inmutó, secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que era, miró a su alrededor: "¿no habría molestado a alguien?". Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que el viejecito que estaba sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba afanosamente la calva y el cuello con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Cherviakóv reconoció al general Brizhálov, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

"Probablemente le he salpicado", pensó Cherviakóv; "no es mi jefe, es un extraño, pero de todos modos es embarazoso... Hay que disculparse".

Cherviakóv tosió, inclinó el tronco hacia adelante y susurró en la oreja del consejero:

-Dispénseme, su excelencia, le he salpicado... Fue involuntariamente...

-No es nada... no es nada...

-¡Por amor de Dios! Dispénseme. No pretendía...

-¡Siéntese, por favor! ¡Déjeme escuchar!

Cherviakóv, avergonzado, sonrió estúpidamente y fijó su mirada en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: lo empezó a torturar la inquietud. En el entreacto se acercó a Brizhálov, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, farfulló:

-Excelencia, le he salpicado... Hágame el favor de perdonarme... Fue involuntariamente.

-¡Basta! ¡Lo había olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo! -dijo el general, y movió el labio inferior con impaciencia.

"Lo ha olvidado, pero en sus ojos se lee la molestia -pensó Cherviakóv mirando al general con suspicacia-. No quiere ni hablarme... Habría que explicarle que fue involuntariamente..., que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que quería escupirle. ¡Y si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!..."

Al volver a casa, Cherviakóv le contó a su mujer su descortesía. Pero le pareció que su esposa se tomó el suceso con demasiada ligereza; desde luego, se asustó, pero cuando supo que Brizhálov no era su «jefe», se calmó.

-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no sabes comportarte en público.

-¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo tomó de un modo tan extraño... No dijo ni una palabra razonable... En realidad, no hubo tiempo para conversar.

Al día siguiente, Cherviakóv se puso su uniforme nuevo, se cortó el pelo y se fue a casa de Brizhálov a explicarse. Al entrar en el recibidor, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente los recibía en audiencia. Después de haber interrogado a varios de los solicitantes, se acercó a Cherviakóv.

-Ayer, en La Arcadia, si recuerda Su Excelencia -así empezó su relación el funcionario- yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen...

-¡Qué sandez!... ¡Esto es increíble!... ¿Qué desea usted?-. El general se volvió hacia la persona siguiente.

"¡No quiere hablarme! -pensó Cherviakóv palideciendo-. Es señal de que está enfadado... Esto no puede quedar así... Tengo que explicarle..."

Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Cherviakóv se adelantó otra vez y balbuceó:

-¡Excelencia! Si me atrevo a molestar otra vez a Su Excelencia, crea usted que me guío por un sentimiento de arrepiento infinito... ¡No lo hice a propósito, entiéndame!

El general torció el gesto y con impaciencia añadió:

-¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!- Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.

"Burlarme yo? -pensó Cherviakóv, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla? ¡Un general, y no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le escribiré una carta, pero no vendré más! ¡Por Dios que no iré!"

A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al general. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al día siguiente, consideró que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.

-Ayer vine a molestarle a Su Excelencia -balbuceó mientras el general dirigía hacia él una mirada inquisitiva-; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso Su Excelencia suponer. Me excusé porque al estornudar, le salpiqué... Pero no fue una burla, créame... Y, además, ¿qué derecho tendría yo a burlarme de Su Excelencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración... No habrá...

-¡¡Fuera de aquí!! -gritó de pronto el general, azulado y trémulo.

-¿Qué? -murmuró Cherviakóv pasmado de horror.

-¡¡Fuera de aquí!! -repitió el general, pataleando de ira.

En el estómago de Cherviakóv algo se estremeció3. Sin ver nada, sin entender nada, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y arrastró los pies de vuelta a su casa... Al llegar, maquinalmente, sin quitarse el uniforme, se acostó en el diván y... murió.

1 Literalmente ejecutor (palabra anticuada), funcionario que se encargaba de asuntos financieros y ejercía funciones policíacas en la oficina pública, en la Rusia zarista.
2 Las campanas de Corneville, opereta de Robert Planquette.
3 “¡El estómago del ejecutor lo digiere todo: come papel, come plumas, come tinta y come arena!” (de una parodia anónima de la época).


Título original: Smert chinovnika, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 27.

"La intrusa", de Pedro Orgambide

Tiempos de crisis... tiempos de "regulaciones de empleo"... El texto cuya lectura os propongo hoy tiene una clara vocación social, como veréis, pero literariamente es sin duda intachable: la estructura (mono)dialogal en el contexto de un juicio, la narración del protagonista que va avanzando desde el pasado al presente, el suspense en torno a la identidad de "Ella"... El microcuento, titulado "La intrusa", está firmado por el argentino Pedro Orgambide (1929-2003), que empezó trabajando como jornalero y se convirtió en periodista, escritor, guionista, bailarín de tango, cretivo publicitario... Aquí tenéis una muestra de la prosa de este hombre tan inquieto y polifacético.

 

Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente.

En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro.

Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura.

Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

Contra la extinción del burro... "Platero y yo"

Contra la extinción del burro... "Platero y yo"

Una de las situaciones que muestran la profunda y endémica ingratitud del ser humano es el hecho de que el burro esté en peligro de extinción. Un animal acostumbrado a realizar el trabajo sucio del hombre al que el siglo XX y sus revoluciones tecnológicas han declarado prescindible. Afortunadamente ahora están surgiendo asociaciones en defensa de este simpático y dócil équido, por lo que el panorama es un poco más alentador. Pensé en ello al releer este capítulo de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, que es de verdad uno de los más bellos manifiestos en favor del respeto por los (hermanos) animales. Solo este pequeño texto debiera remover cualquier conciencia, por embotada que estuviese... La lengua es paradigma del esteticismo modernista. Todo es delicadeza, sensibilidad, belleza...

Como hemos venido a la Capital, he querido que Platero vea El Vergel... Llegamos despacito, verja abajo, en la grata sombra de las acacias y de los plátanos, que están cargados todavía. El paso de Platero resuena en las grandes losas que abrillanta el riego, azules de cielo a techos y a techos blancas de flor caída que, con el agua, exhala un vago aroma dulce y fino. ¡Qué frescura y qué olor salen del jardín, que empapa también el agua, por la sucesión de claros de yedra goteante de la verja! Dentro, juegan los niños. Y entre su oleada blanca, pasa, chillón y tintineador, el cochecillo del paseo, con sus banderitas moradas y su toldillo verde; el barco del avellanero, todo engalanado de granate y oro, con las jarcias ensartadas de cacahuetes y su chimenea humeante; la niña de los globos, con su gigantesco racimo volador, azul, verde y rojo; el barquillero, rendido bajo su lata roja... En el cielo, por la masa de verdor tocado ya del mal del otoño, donde el ciprés y la palmera perduran, mejor vistos, la luna amarillenta se va encendiendo, entre nubecillas rosas...
Ya en la puerta, y cuando voy a entrar en el vergel, me dice el hombre azul que lo guarda con su caña amarilla y su gran reloj de plata:
- Er burro no puentrá, zeñó.
- ¿El burro? ¿Qué burro? -le digo yo, mirando más allá de Platero, olvidado, naturalmente, de su forma animal...
- ¡Qué burro ha de zé, zeñó; qué burro ha de zéee...!
Entonces, ya en la realidad, como Platero «no puede entrar» por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar, y me voy de nuevo con él, verja arriba, acariciándole y hablándole de otra cosa...

Fotografía de cobalt123 (en Flickr, bajo licencia Creative Commons).

Augusto Monterroso

Hoy os presento a este escritor hondureño de nacimiento aunque guatemalteco de adopción, Augusto Monterroso (1921-2003), un maestro de la fábula y del relato breve. Del mismo modo que muchos escritores hispanoamericanos del siglo XX fueron grandes renovadores del género novelístico, Monterroso lo fue del género fabulístico. Sus fábulas conservan, aunque diluido, el poso didáctico típico de toda fábula, pero poseen un decidido sabor moderno, un toque paródico e irónico en algunos casos, o simplemente lúdico en otros, que las hacen de lectura obligatoria para todo buen amante de la literatura. A veces, más que fábulas, son meros aforismos, o microcuentos. A pesar de su sencillez aparente, los temas que tratan son siempre apasionantes, e invitan siempre a la reflexión. Probablemente hayáis leído algo de él, aunque no recordéis su autoría. Por ejemplo, quién no conoce el microcuento Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí...

Como muestra, aquí tenéis "La Oveja negra", una de sus fábulas más famosas (cierto parecido con el relato "La hormiga" de Marco Denevi que podéis leer en la misma sección "Perlas narrativas", ¿verdad?).

En un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Así que ya sabéis. No tenéis perdón si no leéis esta selección de cuentos y fábulas de Monterroso...

 

La delgada línea (I)

Hoy os regalo este genial relato de Julio Cortázar, extraído de su libro Continuidad de los parques, donde se confunden los límites de la relidad y la ficción. Un hombre enganchado a una novela que no puede dejar de leer. Un crimen pasional parece a punto de perpetrarse. Lo que él no sabe, y quizá sólo empieza a vislumbrar cuando es demasiado tarde, es que él es uno de los protagonistas de la novela que está leyendo.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.

Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos pero él rechazaba las caricias; no había venido a repetir las ceremonias de una pasión secreta protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado, coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora, cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces: el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. 

"Cuentos de un minuto", de Itsván Örkény

Itsván Örkény nació en el seno de una familia burguesa judía en 1912. Licenciado en Químicas y gran viajero, la vida parecía sonreírle hasta que sobrevino la II Guerra Mundial. Entonces tuvo que ir a trabajar a la Unión Soviética, y poco más tarde fue hecho prisionero de guerra. Regresó a Budapest en 1946, y continuó su truncada carrera literaria. En 1967 publicó sus Egyperces novellák (’Cuentos de un minuto’), microrrelatos que combinaban a partes iguales tragedia, absurdo, ironía, ternura y humor. Sus "víctimas" preferidas: la burocracia, la ignorancia, la vanidad, el conformismo, la opresión. Estos rasgos de estilo pueden relacionarlo con el esperpento de Valle-Inclán (Divinas palabras) o el teatro del absurdo de Ionesco (El rinoceronte, La cantante calva) y Beckett (Días felices, Esperando a Godot), pero el estilo de Örkény es muy personal. Lo más impactante de todo es comprobar que a veces no hay nada más absurdo que la pura realidad. Cito a Judit Jerendas Kiss, la traductora al castellano de sus cuentos: "[tienen] sus textos una atmósfera propia, una mirada incisiva capaz de captar lo extraño detrás de lo que a muchos les parece normal, inevitable, rutinario". Echad también un vistazo al excelente análisis de los cuentos por parte de Miguel Ángel Zapata. En fin, que os invito a acercaros a la obra de este poco conocido autor, y aquí os cuelgo unos cuantos Egyperces novellák.

EL HOGAR

La niña sólo tenía cuatro años, sus recuerdos, probablemente, ya se habían desvanecido y su madre, para concienciarle del cambio que les esperaría, la llevó a la cerca de alambre de espino; desde allí, de lejos, le enseñó el tren.
-¿No estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.
-Y entonces ¿qué pasará?
-Entonces ya estaremos en casa.
-¿Qué significa estar en casa? –preguntó la niña.
-El lugar donde vivíamos antes.
-¿Y qué hay allí?
-¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás encontremos también tus muñecas.
-Mamá, ¿en casa también hay centinelas?
-No, allí no hay.
-Entonces, de allí ¿se podrá escapar?

Tenéis un comentario de texto de este microcuento aquí.

INFORMACIÓN

Lleva catorce años sentado en el portal, detrás de una ventanilla. Solamente le formulan dos tipos de preguntas.
- ¿Dónde quedan las oficinas de Montex?
A lo cual responde:
- En el primer piso a la izquierda.
La segunda pregunta es:
- ¿Dónde se puede localizar a la Procesadora de Desperdicios Resvencijosa?
A lo que él responde así:
- Segundo piso, segunda puerta a la derecha.
Nunca, en catorce años, ha cometido ningún error, cada quien ha recibido la información requerida. Sólo sucedió una vez que una dama se detuvo frente a su ventana y le formuló una de las preguntas de costumbre:
- Dígame por favor, ¿dónde queda Montex?
En este caso, excepcionalmente, su mirada se perdió en la lejanía y dijo:
- Todos venimos de la nada y a la grande y hedionda nada regresaremos.
La dama puso una queja. La queja fue investigada, discutida y archivada.
Realmente, no era para tanto.

INVESTIGACIÓN DE LA OPINIÓN PÚBLICA

Se ha fundado entre nosotros el primer instituto de investigación de la opinión pública del país, el cual ya ha comenzado a funcionar.
Solicitamos de la población su comprensivo apoyo.
Como muestra publicamos nuestra primera encuesta, la cual se orientó hacia la opinión de la gente acerca del pasado, el presente y el futuro de nuestro país. Para garantizar la confiabilidad de los resultados enviamos el formulario siguiente a 2975 personas de diverso orden, rango, trabajo y religión:

1. SU OPINIÓN ACERCA DEL RÉGIMEN ACTUAL
a) Bueno.
b) Malo.
c) Ni bueno, ni malo, pero podría ser un poquito mejor.
d) Desea irse a Viena.

2. ¿PERCIBE USTED LA SOLEDAD DEL HOMBRE DEL SIGLO XX?
a) Es totalmente solitario.
b) Es casi totalmente solitario.
c) Podría decirse que es totalmente solitario.
d) A veces conversa con el conserje.

3. SUS NECESIDADES CULTURALES
a) Va al cine, al fútbol, a la taberna.
b) A veces se asoma a la ventana.
c) Ni siquiera a la ventana se asoma.

4. ¿CUÁL ES SU FORMACIÓN FILOSÓFICA?
a) Marxista.
b) Antimarxista.
c) Sólo lee a Jenö Rejtö .
d) Alcoholista.

RESULTADO
1. En los últimos veinte años todo estuvo de lo mejor.
2. También ahora va todo bien, sólo el bus Nº 19 demora mucho en pasar.
3. El futuro será aún mejor, siempre y cuando se tomen medidas para que el bus Nº 19 pase más frecuentemente.

(Observación: se han tomado)

TELÉFONO 170-100

Al marcar este número nos comunicamos con la Central de Informaciones Especiales, la cual está capacitada para contestar cualquier pregunta.
Cada vez son más las personas que recurren a sus servicios, con preguntas cada vez más difíciles. (¿Tuvo la Virgen María la menstruación después de la inmaculada concepción? ¿Les hizo falta el piano a los compositores cuando aún no estaba inventado? ¿Marx y Engels se encontraron por casualidad, o este encuentro ya estaba predeterminado? ¿Podría ser posible que una pareja normal de cebras tenga un potrillo que no sea rayado sino a cuadros? ¡Y hay otras aún más salvajes!)
Han contratado a un gran número de científicos y profesionales y han organizado cerca de ciento veinte colectivos de trabajo, es decir, han creado un verdadero consorcio de genios, ahí en la central telefónica. Se han puesto en contacto con la Santa Sede y con la Royal Academy inglesa. De esta manera están capacitados para responder hasta las más importantes de las preguntas, aunque, lo que es natural, la administración se ha vuelto más complicada. Pero ello no ha afectado la competencia a la hora de contestar.
Ofrezcamos un sólo ejemplo:
- Disculpe la molestia. Aquí una pelota ha caído sobre un pequeño cocodrilo.
- ¿Cuán pequeño?
- Un palmo más o menos.
- Entonces sólo es una lagartija.
Podrías imaginarte que no se ocupan de semejantes nimiedades. ¡Pues claro que sí! La central rápidamente comunica con el grupo de primeros auxilios. Se pone al teléfono un médico, el cual ha recibido ya numerosas condecoraciones por las vidas que ha salvado. Su primera pregunta es:
- ¿Vosotros sois también lagartijas?
- No, señor. Somos alumnos del Liceo István Primero.
- ¿O sea que no sois parientes de la víctima? ¡Bien! Porque no damos diagnósticos a familiares.
- Lo acabamos de conocer. Estábamos jugando fútbol y la pelota cayó sobre él.
- ¿Respira?
- Sí.
- ¿Su corazón funciona?
- Su corazón funciona regularmente. El problema es que no se quita de en medio de la cancha.
- Entonces hurgadlo un poco.
Se acercaron. Lo hurgaron con una brizna de hierba. Luego informaron que la lagartija así hurgada se contrajo, pero siguió en el lugar en el que se encontraba.
- Conmoción cerebral, complicada con parálisis de los órganos motrices. Os comunico con Neurología.
Ya prácticamente vemos cómo el neurólogo hace un gesto con la mano y dice: matadlo de un sólo golpe … Pero no fue eso lo que sucedió. Luego de una larga reflexión, preguntó:
- ¿En qué confiáis más? ¿En el tratamiento clásico o en el psicoanálisis?
- Quizás en eso segundo que mencionó.
Una fresca y amable voz femenina ofrece pura confianza: el caso no es grave, es fácil de curar. Se trata de que el paciente, desde su infancia, sufría de un fuerte complejo de inferioridad, y el nuevo trauma (es decir, la pelota que cayó sobre su cabeza) borró de su conciencia todo lo que a sí mismo se refería. No puede moverse porque no sabe que es una lagartija. De manera que esto es lo que hay que hacer consciente dentro de él.
- Entonces, ¿qué tenemos que hacer?
- Explicarle que es una lagartija.
- ¡Pero no entiende la lengua humana!
- Entonces este caso no es de mi competencia.
- ¿Sino de quién?
- Hay aquí un grupo de lingüística que se ocupa exclusivamente del habla de los reptiles. Pero puedo comunicaros también con el colectivo de trabajo de filosofía … ¿Queréis hablar con Dios?
Pues claro que querían. La analista de voz fresca les explicó que tres veces a la semana (lunes, miércoles y viernes) prestaban servicio a los materialistas, los otros días a los creyentes en un dios o en varios, a los budistas zen y a los existencialistas. Prometer, dijo, en verdad no prometía nada, pero, milagro de los milagros, apenas los comunicó, el propio Dios atendió el teléfono.
- ¿Qué queréis? ¿Que resucite a la pequeña lagartija? – preguntó.
- Quizás eso sería lo más sencillo.
- Bueno, está bien – dijo Dios. – Regresad a jugar fútbol.
Se regresaron. Miraron a su alrededor. ¡La lagartija no estaba en ninguna parte! Pudieron seguir jugando tranquilamente. (Así, y lo mencionamos sólo de pasada, con esto el 170-100 le puso punto final a esa discusión de siglos, acerca de si Dios existe o no). ¡Con tanta responsabilidad, eficiencia y precisión trabaja la Central de Informaciones Especiales! Es decir, digamos mejor: trabajaba.
¡Desdichado país! Si algo sale bien, enseguida aparecen los perturbadores, los criticones, los bromistas. Una buena pieza de éstas llamó un día al 170-100 y preguntó:
- ¿Cómo está la cosa?
A la Central se le cortó la respiración. No supo a quien recurrir: ¿quién puede saber eso? Se conectó con una extensión y con otra, pero de ninguna parte obtuvo una respuesta coherente, hasta que ella misma se enredó por completo. Al final ya sólo se escuchaban unos lamentables traqueteos y crujidos desde el aparato … A partir de ese momento la Central de Informaciones Especiales ha languidecido y se ha atrofiado, y hoy en día es ya incapaz de responder ni a la más simple de las preguntas.
Si alguien quiere saber qué hora es, contesta con voz temblorosa:
- Lo ignoramos.
Los pobres, han perdido la confianza.

DE CÓMO ESTOY

-Buenos días.
-Buenos días.
-¿Cómo está?
-Bien, gracias.
-Y de salud ¿cómo se encuentra?
-No tengo motivos para quejarme.
-Pero, ¿por qué arrastra esa cuerda tras de sí?
-¿Cuerda?-pregunto, echando una mirada hacia atrás-. Son mis intestinos.


EL REDENTOR

A las diez de la mañana el escritor terminó su nuevo drama. A primeras horas de la noche le habían faltado dos difíciles escenas y se pasó la noche entera escribiéndolas. Durante ese tiempo se preparó cerca de diez cafés y caminó al menos diez kilómetros en la estrecha habitación del hotel, de un lado a otro. Ahora, sin embargo, se sentía tan fresco como si ni siquiera tuviese cuerpo, tan feliz como si la vida se hubiera embellecido, y tan libre como si el mundo hubiera cesado de existir.
Se preparó otro café. Bajó a la orilla del lago y buscó al batelero.
-¿Paseamos un rato por las aguas, tío Volentik?-preguntó.
-Tome asiento-dijo el batelero.
El cielo estaba nublado, pero no había nada de brisa. Como un inmenso espejo, así de liso, plateado y brillante se veía el lago. El tío Volentik remaba con golpes rápidos pero breves, tal como es costumbre en el lago Balatón.
-¿Qué cree?-preguntó el escritor, después de que hubieran navegado un buen trecho-¿Se ve todavía desde aquí la orilla?
-Sí, todavía sí-dijo el batelero.
Continuaron. La visión del techo de tejas rojas del balneario lentamente fue cubierta por los árboles. De la costa sólo se veía lo verde y del ferrocarril solamente el humo.
-¿Y ahora?-preguntó el escritor.
-Ahora también -contestó el batelero.
Ya sólo se escucha el batir de los remos en el agua y ningún sonido llegaba desde la orilla. Las imágenes de las casas, del puerto y del bosque se confundían las unas con las otras. Ya sólo se veía como el trazo de un lápiz el lugar donde terminaba el lago.
-¿Todavía se ve hasta aquí?-preguntó el escritor.
El batelero miró a su alrededor.
-Hasta aquí ya no.
El escritor se quitó las sandalias y se puso de pie.
-Entonces deje de remar, tío Volentik-dijo-. Voy a intentar caminar un poco sobre las aguas.

Capítulo XXII de "El principito"

Aquí tenéis un fragmento de la maravillosa obra de Saint-Exupéry, en el que el Principito mantiene una sencilla conversación con el guardagujas. Como podréis ver, es como una gran metáfora, donde el tiempo y el espacio están suspendidos, como en las fábulas. Pero bajo su apariencia infantil e inocente, el texto esconde una profunda reflexión sobre la sociedad de nuestros días: la velocidad a la que corren nuestras vidas en la búsqueda de algo que no sabemos ni lo qué es (primer rápido iluminado), la infelicidad de no sentirse bien en ninguna parte, de comprobar que lo que deseábamos sigue sin satisfacernos (segundo rápido iluminado), la apatía y la falta de entusiasmo por las cosas que de verdad merecen la pena (tercer rápido iluminado)...

-Buenos días –dijo el principito.

-Buenos días –dijo el guardagujas.

-¿Qué haces aquí ? –preguntó el principito.

-Distribuyo los pasajeros, por paquetes de mil –dijo el guardagujas. -Despacho los trenes que los transportan, unas veces hacia la derecha, otras veces hacia la izquierda.

Y un rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la cabina de cambio de agujas.

-Están bien apurados –dijo el principito. –¿Qué buscan ?

-El mismo hombre de la locomotora lo ignora –dijo el guardagujas.

Y rugió, en sentido inverso, un segundo rápido iluminado.

-Ya vuelven? –preguntó el principito...

-No son los mismos –dijo el guardagujas. –Es otro convoy.

-¿No se sentían bien, ahí donde estaban?

-Uno nunca se siente bien en el lugar donde está –dijo el guardagujas.

Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.

-¿Persiguen a los primeros viajeros ? –preguntó el principito.

-No persiguen nada de nada –dijo el guardagujas. –Duermen allí adentro, o bien bostezan. Sólo los niños aplastan sus narices contra los cristales.

-Sólo los niños saben lo que buscan –dijo el principito. –Pierden tiempo en una muñeca de trapo, y ella se vuelve muy importante, y si alguien se las saca lloran...

-Tienen suerte -dijo el guardagujas.

Tenéis un comentario de texto de este fragmento aquí.

"El rey burgués", de Rubén Darío

"El rey burgués", de Rubén Darío

Rubén Darío escribió "El rey burgués" dentro de su obra de inicios Azul (1888). Un cuento alegre para un día triste... Pero veréis que poco nos alegra, la verdad. ¿Entonces? Entonces queda la auténtica poesía: el amor, la esperanza, la fe... el abrazo, la palmadita en el hombro, la lágrima compartida... Lo tenía claro el genio de Nicaragua, y eso que era un fanático del esteticismo, de la palabra escogida y extraordinaria, del verso musical y sensitivo... : La poesía sin corazón no es poesía, sólo es un poema.


¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre..., así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:

«Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos y monteros con cuernos de bronce, que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
[...]
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, sinsontes en la pajarera; un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí.
Y el poeta:
—Señor, no he comido.
Y el rey:
Habla y comerás.
Comenzó:
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán, he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar, con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. [...] He acariciado a la gran Naturaleza, y he buscado el calor ideal, el verso que está en el astro, en el fondo del cielo, y el que está en la perla, en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol [...]¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro, o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas o zarpazos como los leones. ¡Oh la poesía![...]
El rey interrumpió:
—Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarla en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí —dijo el rey; y dirigiéndose al poeta—: Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse, a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta, tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? Tiririrín, tiririrín... ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres que llegaban a beber el rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas..., ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio: ¡tiririrín!
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos: a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! ¡Y el infeliz, cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal... y en que el arte no vestiría pantalones, sino manto de llamas o de oro... Hasta que al día siguiente lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como un gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.»

—¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías... Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! Hasta la vista.

"El reloj", de Pío Baroja

"El reloj", de Pío Baroja

Hoy os deleito con un cuento inquietante del maestro Baroja (1872-1956). Todo el mundo quiere a veces estar solo... ¡son tan frustrantes a veces las presencias humanas, sus parloteos vanos! Pero solo aquellos que se sienten verdaderamente solos pueden saber lo terrible e insoportable de la verdadera Soledad. Por ello... no dejes nunca de merecer la compañía y el amor de otros. El narrador-protagonista de "El reloj" regresa de ese reino de las sombras para advertírnoslo.

EL RELOJ

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.

Fotografía de julianrod (en Flickr, bajo licencia Creative Commons).

Réquiem por una hormiga

Réquiem por una hormiga

Igual que el "Gran Hermano" omnipresente y vigilante de Orwell (1984, escrita hace 60 años), el "Gran Hormiguero" de Pavel Vodnik representa al Estado totalitario, que acecha, adoctrina y vigila cualquier intento por salirse de la línea de pensamiento oficial. Este precioso texto y esta preciosa metáfora tienen su aplicación todavía hoy en países donde la libertad de expresión no existe. Pero también nos sirve para reflexionar sobre la importancia de la tolerancia en cualquier ámbito hoy: las ideas no son más que ideas, que no son mejores que otras porque sean compartidas por la mayoría, y no deben imponerse, sino debatirse. Me gustaría animarte, amigo lector, y sobre todo querido alumno que me puedas estar leyendo, a pensar por ti mismo, a pensar diferente, a desafiar las ideas preconcebidas... Pero no puedo. A la hormiga de Vodnik la mataron por ello.

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

MARCO DENEVI: "La hormiga", Falsificaciones (1966)

Fotografía de ETIcas (en Flickr, bajo licencia Creative Commons).