"Un viejo que leía novelas de amor", de Luis Sepúlveda
Un día de la última semana de julio me paré ante una pequeña estantería del despacho de mi padre, husmeando los títulos que allí se coleccionaban. Saqué de su destierro (la única patria de los libros son las manos de aquel que los lee) un libro con dos novelitas de Luis Sepúlveda (1949-), un escritor chileno a quien nunca había leído y que solo me sonaba vagamente. La primera de las novelitas era Un viejo que leía novelas de amor. El copyrigth informaba de que el original había sido publicado en 1989, hace veinte años. Empecé, y desde el primer párrafo supe que me hallaba ante una de esas novelas tan típicamente hispanoamericanas, de prosa sencilla, imaginativa e insólita, dulce y melancólica, de personajes de nombres imposibles zarandeados por convulsiones políticas o instalados en el seno de una poderosa naturaleza demiúrgica…
El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía.
Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.
-¿Te duele? –preguntaba.
Uno de los pacientes del dentista es el protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, un sexagenario que vive solitario en una humilde choza, en El Idilio, minúscula población amazónica, acompañado nada más que de los recuerdos de su esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán, y entretenido solamente con novelas de amor que lo trasladaban a una realidad paralela donde sí era posible la felicidad. El obeso y sudoroso alcalde lo llama, cuando organiza una batida para acabar con una tigresa que deja tras de sí los cadáveres de aventureros, cazadores y buscadores de oro. Antonio José conocía bien la selva y sus secretos, gracias a los indios shuar, con los que había convivido muchos años, tras la muerte de su mujer. Cuando se casaron, Antonio José y Dolores sumaron a su pobreza la desgracia de no poder tener hijos. Buscando una mejor suerte para sus vidas, decidieron marcharse como colonos a la Amazonía, pero los recursos prometidos por el Gobierno eran inútiles además de escasos…
Sin embargo, según discurren los capítulos, nos damos cuenta de que también el escenario se convierte en protagonista. Nuestro Antonio José solo parece encontrar la armonía personal en contacto con Ella, con la selva amazónica; tras la pérdida de ese paraíso personal, su malestar con el estilo de vida del hombre “moderno” solo es aplacado por la soledad de su choza y por la evasión que para él suponen las historias de amor de sus libros:
Antonio José Bolívar Proaño se quitó la dentadura postiza, la guardó envuelta en el pañuelo y, sin dejar de maldecir al gringo inaugurador de la tragedia, al alcalde, a los buscadores de oro, a todos los que emputecían la virginidad de su amazonía, cortó de un machetazo una gruesa rama, y apoyado en ella se echo a andar en pos de El Idilio, de su choza, y de sus novelas que hablaban de amor con palabras tan hermosas que a veces le hacían olvidar la barbarie humana.
PS. Por cierto, aquí hay un interesante enlace para que los alumnos puedan hacer un análisis de la obra. Y aquí tenéis la novela completa...
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