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ISRAelPROFEDELENGUA

Memorias de un día de clase

Hay veces que, al recoger los bártulos y salir de clase, uno tiene la íntima convicción de que las cosas no han ido bien, que uno no ha sabido explicar ni transmitir como hubiese querido... Es fácil darse cuenta: un alumno no puede evitar un bostezo, otro mira el reloj compulsivamente, otro fija su mirada en el infinito... Otras veces, se sale con la sensación contraria, con la intuición de haber conectado con sus alumnos, de haber dicho una frase genial que les ha dejado con la boca abierta, de haber provocado una revolución en sus neuronas...

Esta semana me ha sucedido lo segundo con mis alumnos de 4º de ESO. Espero que no creáis que soy presuntuoso por contar esta experiencia, simplemente me apetece escribir sobre ello, que no siempre vamos a hablar de cosas negativas... Durante estos días, pues, estuve simultaneando el estudio de los textos argumentativos y el de la literatura del siglo XVIII. Estuvimos trabajando un texto de Salvador Sostres, uno muy célebre titulado "Hablar español es de pobres" (aquí lo podéis consultar), que dio mucho -muchísimo- juego. Textualmente el artículo es perfecto para ser utilizado en clase: tiene una estructura clara tesis-argumento-conclusión (y en esta última, un ejemplo de anticipación al contraargumento), y una argumentación que a primera vista parece intachable, con una retahíla de datos económicos incluida. Sin embargo, pronto mis alumnos se dieron cuenta de que ese aparentemente sólido argumento era realmente una mentira, una manipulación de la realidad (es decir, una falacia). Y ello nos llevó a hablar sobre la necesidad de opinar de manera razonada, con la meta no simplemente de convencer al otro, sino la de apoyarse en el otro para llegar a tratar de descubrir la verdad que resulta de contrastar diferentes puntos de vista. "Vuestra opinión es vuestro tesoro", dejé caer casi sin pensar. Un poco teatral, lo reconozco, pero creo que comprendieron bien el objetivo de la clase: saber que, si bien somos esclavos de lo que hemos dicho, también somos dueños de lo que vamos a decir. No siempre tendremos la razón, pero cuando echemos la lengua a andar, al menos nuestras argumentaciones han de estar bien fundamentadas.   

La casualidad hizo que también estudiáramos esta semana a José Cadalso, prosista dieciochesco, destacado hombre ilustrado, y sus Cartas marruecas, un conjunto de ensayos disfrazados de correspondencia entre tres personajes: un joven marroquí que viaja por España, atento a sus gentes y a sus hábitos y costumbres, su amigo español y un anciano sabio, también marroquí. Cada carta es resultado de la reflexión sobre un tema, y fruto asimismo de un punto de vista; de modo que al final se encuentran -y complementan- tres perspectivas sobre un asunto, ofreciendo una visión global mucho más completa, mucho menos fragmentada. Fue casi un automatismo tomar un libro (otro gesto algo teatral :-): "¿Qué veis?" "Un libro". "No, veis una parte del libro. Yo veo una parte que vosotros no veis, y vosotros veis una parte que yo no veo. El libro se ve mejor si unimos nuestras dos perspectivas". Las Cartas marruecas nos llevaron de modo natural a reflexionar sobre la importancia de afrontar los problemas con perspectiva, de alejarnos un poco de ellos para entenderlos mejor, tratar de buscar los puntos de vista de otras personas porque la manera en que nosotros vemos las cosas es solo una de las posibles maneras de verlas.

"Pero eso no es fácil, cuando tienes un problema gordo". Una alumna protestó con semblante sombrío. Quizá su novio la había dejado. Y relativizar solo es sencillo cuando se trata de problemas de otras personas, y no los propios: "Es verdad, no es fácil; pero es mucho más difícil si tú llevas sola todo el peso del problema. Por eso la perspectiva de otro, la opinión, el consejo de un amigo, de un compañero, de un padre, de un profesor... complementa tu perspectiva, te puede ayudar a entender mejor el problema, y así puedes buscarle mejor una solución (si la tiene, si no, ¿qué sentido tiene preocuparse?)". Tocó el timbre, y yo salí del aula, con mis bártulos y con la sensación de -al menos ese día sí- haber dado unas buenas clases de lengua castellana y literatura.

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