Fotografía sin contraste
Foto: Kevin Carter (The New York Times), Pulitzer 1993
La vida de Kevin Carter (1960-1994) suele contarse muchas veces demasiado simplificada; incluso la historia de la famosa fotografía que tomó en Sudán no es exactamente como suele relatarse (ni como la relato yo aquí). En fin, hay mucho más drama en la triste historia de este fotoperiodista, y este microrrelato, versión literaturizada de esa historia, solo aspira a recordarla.
Billy Kennard condujo durante horas hasta reconocer el lugar en el que jugaba de niño. Salió de la furgoneta, revolvió unos trastos en el maletero, volvió a sentarse en el asiento. El Mphongolo seguía siendo la risueña corriente de agua que recordaba; cerró los ojos y revivió aquellas sencillas tardes veraniegas de risas y chapuzones. Los párpados le pesaban cada vez más, pero se sentía en paz. Se quedaría para siempre allí, donde había sido feliz por primera y última vez, feliz, feliz, inconscientemente feliz, antes de que ese miserable trabajo de fotografiar las tragedias del mundo hubiese emparedado en cal su corazón. Esa jodida fotografía, tan meditada durante casi media hora, aquella diagonal perfecta con el buitre en la parte superior, esperando, él también esperando, venga pájaro, extiende las putas alas que el efecto va a ser la hostia, la niña en la parte inferior, muriendo, muriendo, esa jodida fotografía que lo había perseguido implacable -¿y después no la salvaste, a la niña, no la salvaste?-, esa jodida fotografía perdía poco a poco el contraste hasta que ya no era sino un nebuloso conjunto de manchas blanquecinas. El jodido Sudán entero era ya una pálida nebulosa. El jodido mundo entero -gracias a Dios- era ya una pálida nebulosa. Kennard encendió la radio y tarareó una canción de un viejo casette, hasta que el monóxido de carbono lo sumió definitivamente en un sueño placentero, largo, ese que el insomnio del Destino le había negado durante años.
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