"El rey burgués", de Rubén Darío
Rubén Darío escribió "El rey burgués" dentro de su obra de inicios Azul (1888). Un cuento alegre para un día triste... Pero veréis que poco nos alegra, la verdad. ¿Entonces? Entonces queda la auténtica poesía: el amor, la esperanza, la fe... el abrazo, la palmadita en el hombro, la lágrima compartida... Lo tenía claro el genio de Nicaragua, y eso que era un fanático del esteticismo, de la palabra escogida y extraordinaria, del verso musical y sensitivo... : La poesía sin corazón no es poesía, sólo es un poema.
¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre..., así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí:
«Había en una ciudad inmensa y brillante un rey muy poderoso que tenía trajes caprichosos y ricos, esclavas desnudas, blancas y negras, caballos de largas crines, armas flamantísimas, galgos rápidos y monteros con cuernos de bronce, que llenaban el viento con sus fanfarrias. ¿Era un rey poeta? No, amigo mío: era el Rey Burgués.
[...]
Un día le llevaron una rara especie de hombre ante su trono, donde se hallaba rodeado de cortesanos, de retóricos y de maestros de equitación y de baile.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Señor, es un poeta.
El rey tenía cisnes en el estanque, canarios, gorriones, sinsontes en la pajarera; un poeta era algo nuevo y extraño.
—Dejadle aquí.
Y el poeta:
—Señor, no he comido.
Y el rey:
Habla y comerás.
Comenzó:
—Señor, ha tiempo que yo canto el verbo del porvenir. He tendido mis alas al huracán, he nacido en el tiempo de la aurora; busco la raza escogida que debe esperar, con el himno en la boca y la lira en la mano, la salida del gran sol. [...] He acariciado a la gran Naturaleza, y he buscado el calor ideal, el verso que está en el astro, en el fondo del cielo, y el que está en la perla, en lo profundo del océano. ¡He querido ser pujante! Porque viene el tiempo de las grandes revoluciones, con un Mesías todo luz, todo agitación y potencia, y es preciso recibir su espíritu con el poema que sea arco triunfal, de estrofas de acero, de estrofas de oro, de estrofas de amor.
¡Señor, el arte no está en los fríos envoltorios de mármol [...]¡Señor! El arte no viste pantalones, ni habla burgués, ni pone los puntos en todas las íes. Él es augusto, tiene mantos de oro, o de llamas, o anda desnudo, y amasa la greda con fiebre, y pinta con luz, y es opulento, y da golpes de ala como las águilas o zarpazos como los leones. ¡Oh la poesía![...]
El rey interrumpió:
—Ya habéis oído. ¿Qué hacer?
Y un filósofo al uso:
—Si lo permitís, señor, puede ganarse la comida con una caja de música; podemos colocarla en el jardín, cerca de los cisnes, para cuando os paseéis.
—Sí —dijo el rey; y dirigiéndose al poeta—: Daréis vueltas a un manubrio. Cerraréis la boca. Haréis sonar una caja de música que toca valses, cuadrillas y galopas, como no prefiráis moriros de hambre. Pieza de música por pedazo de pan. Nada de jerigonzas, ni de ideales. Id.
Y desde aquel día pudo verse, a la orilla del estanque de los cisnes, al poeta, tiririrín, tiririrín... ¡avergonzado a las miradas del gran sol! ¿Pasaba el rey por las cercanías? Tiririrín, tiririrín... ¿Había que llenar el estómago? ¡Tiririrín! Todo entre las burlas de los pájaros libres que llegaban a beber el rocío en las lilas floridas; entre el zumbido de las abejas que le picaban el rostro y le llenaban los ojos de lágrimas..., ¡lágrimas amargas que rodaban por sus mejillas y que caían a la tierra negra!
Y llegó el invierno, y el pobre sintió frío en el cuerpo y en el alma. Y su cerebro estaba como petrificado, y los grandes himnos estaban en el olvido, y el poeta de la montaña coronada de águilas no era sino un pobre diablo que daba vueltas al manubrio: ¡tiririrín!
Y cuando cayó la nieve se olvidaron de él el rey y sus vasallos: a los pájaros se les abrigó, y a él se le dejó al aire glacial que le mordía las carnes y le azotaba el rostro.
Y una noche en que caía de lo alto la lluvia blanca de plumillas cristalizadas, en el palacio había festín, y la luz de las arañas reía alegre sobre los mármoles, sobre el oro y sobre las túnicas de los mandarines de las viejas porcelanas. Y se aplaudían hasta la locura los brindis del señor profesor de retórica, cuajados de dáctilos, de anapestos y de pirriquios, mientras en las copas cristalinas hervía el champaña con su burbujeo luminoso y fugaz. ¡Noche de invierno, noche de fiesta! ¡Y el infeliz, cubierto de nieve, cerca del estanque, daba vueltas al manubrio para calentarse, tembloroso y aterido, insultado por el cierzo, bajo la blancura implacable y helada en la noche sombría, haciendo resonar entre los árboles sin hojas la música loca de las galopas y cuadrillas; y se quedó muerto, pensando en que nacería el sol del día venidero, y con él el ideal... y en que el arte no vestiría pantalones, sino manto de llamas o de oro... Hasta que al día siguiente lo hallaron el rey y sus cortesanos, al pobre diablo de poeta, como un gorrión que mata el hielo, con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con la mano en el manubrio.»
—¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías... Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! Hasta la vista.
1 comentario
Romancero -
sino a quien conmigo va.