Tele nuestra que en el salón estás, santificados sean tus canales...
Portada del tercer número de LaGaZetaDeTerZero
Había escrito, allá por el mes de abril-mayo, este artículo para el tercer número de LaGaZetaDeTerZero, y me dio pena no tenerlo aquí, en mis "Meditaciones"...
El 21 de noviembre ha sido declarado por la ONU Día Mundial de la Televisión. Y el 9 de diciembre, Día Internacional de la Radio y la Televisión a Favor de la Infancia. Con ello, parece que el sacrosanto organismo pretende concienciar a gobiernos y ciudadanos de todo el mundo de la necesidad de una emisión y un consumo responsable de la televisión. El hecho de que el tema preocupe tanto a la ONU tiene fácil explicación: la televisión se ha convertido en un electrodoméstico “de primera necesidad”. Sin ser, evidentemente, necesario, la mayoría de los hogares de todos los países del mundo, por modestos que sean, tienen un televisor. ¿No puedes tener televisor? Qué pena, qué miseria, fíjate. ¿No quieres tener televisor? Qué tío raro, qué fanático, a qué secta pertenecerá. No es una morfología determinada, no es un comportamiento determinado; lo que realmente nos diferencia de los primates es que nosotros vemos la televisión. Esto es algo que nos une a otros seres humanos, independientemente de su raza, su credo, su lugar de procedencia, su nivel cultural o su posición social. Cuando estamos en el extranjero, de viaje, tranquiliza ver en la habitación de tu hotel un televisor, aunque al encenderlo no te enteres de nada. Da igual, eso te hace sentirte un poco como en casa. Si hay parabólica, entonces es el acabose.
Y la cosa no queda ahí: en la inmensa mayoría de esos hogares, el televisor ocupa el centro del salón, que es considerado a su vez el lugar más importante de la casa. En la era en que lo religioso está pasado de moda, el hombre ha fabricado sutiles altares donde el dios catódico esparce su luz en formato panorámico y digital. Y aún más. Por si fuera poco, en muchos hogares no solo hay un televisor, sino que hay dos, tres, a veces tantos como miembros hay de una familia. Nuestras casas son auténticas templos con capillas televisivas. Tele nuestra que en el salón estás, santificados sean tus canales. Venga a nosotros tu programación... Indudablemente, somos “seres televisivos”.
La televisión hoy es considerada sobre todo como una fuente de entretenimiento. Los menos adictos a la pequeña pantalla buscarán con sus mandos programas informativos o culturales. Típico intelectualillo que va de resabidillo. Otros añaden a su parrilla personal sus series favoritas, alguna película, algún buen programa de humor, el partido del equipo favorito... Y finalmente, otros se tragan horas y horas de tele sin apenas darse cuenta, especialistas del mando a distancia, manejando como malabaristas decenas de programas de todo tipo y condición. La adicción a la tele es tal que muchas veces el aparato es encendido como un acto reflejo, como un cigarrillo que en realidad no tienes ganas de fumar. Muchos seres televisivos buscan el televisor nada más entrar en sus hogares. Y aunque no haya nadie en el salón, su cantinela permanece inalterable, como si el botón de apagado solo pudiese apretarse en circunstancias extraordinarias.
¿Qué tendrá la tele de subyugante, de hipnotizante? Quienes tienen niños pequeños lo saben. Bajo el estímulo de la imagen en movimiento, lo primero que aprenden a decir no es “papá”, sino “on” y “off”. Sus primeros gateos son siempre en dirección al altar del salón. Comenzando a consumir tan temprano, se antoja imposible renunciar al hábito. Pronto serán adictos a dibujos animados que enseñan a hacer llaves de karateka. Pronto la televisión se convertirá en una niñera que siempre está a mano y que nunca pedirá un aumento de sueldo o una tarde libre. Pronto en el supuesto horario de protección infantil se familiarizarán con las miserias del mundo de los adultos. De mayores, la tele les servirá de guía, será su biblia por la que desfilarán sus mesías favoritos, estrellas del prime-time y una incontable pléyade de personajes y opinadores profesionales que les dirán lo que tienen que pensar, les nutrirán de ideas, de filias, de fobias. Luego, en los momentos más duros, cuando las cosas vayan mal, la tele también les servirá de compañía, de medicamento contra la soledad, de balium contra la depresión, de sustitutivo de las conversaciones incómodas, de analgésico contra las preocupaciones del día a día, de anestésico paralizante para evitar pensar demasiado... No les hará falta mascotas. A la tele no tienes que sacarla a pasear dos veces al día, no tienes que recoger sus caquitas en el parque, no tienes que comprarle comida especial, no tienes que vacunarla, no tienes que bañarla.
Con todo, la televisión y el televisor no serían lo mismo sin su imprescindible apéndice: el mando a distancia. Bendito sea el inventor del mando a distancia, bendito él entre todos los inventores. Un ser televisivo que se precie debe manejarse sin dificultad entre una montaña de mandos indispensables para sus aparatos-accesorios respectivos. Por otra parte, compruébese la histeria que produce perder el milagroso artefacto entre los cojines del sofá o los papeles de la mesa. A una todos los adoradores catódicos aparcan sus diferencias y hacen causa común en la búsqueda del santo grial, sin reparar en el hecho de que gastarían menos energía cambiando el canal manualmente... Otros seres televisivos, sin embargo, lo tienen claro: jamás sacrificarán su bien merecida postura en el sillón por levantarse, así que se tragarán el mayor bodrio sin mayor inconveniente, pues para eso han sido vacunados desde bien pequeños...
Pero no todo está perdido. Entre la multitud lobotomizada, a veces se descubre algún valiente, un Obélix irreductible, que navega contracorriente, a quien le gusta leer, pasear o hacer deporte, quien prefiere una buena tertulia con diálogos inteligentes, quien busca en sus momentos televisivos una programación de calidad. Es selectivo, no traga cualquier bazofia, y a veces encuentra lo que busca. No es fácil. Tiene que huir de debates viles, de espectáculos denigrantes, de intimidades vergonzantes, de esquemas sosos y repetitivos. Lucha contra las grandes cadenas que cambian continuamente de horario, hasta volatilizar sin más los buenos programas que no resisten las cifras de audiencia esperadas, esas mismas cifras que aparentemente sostienen en la parrilla la basura televisiva, cuando en realidad esa basura se emite porque resulta mucho más barata.
Resiste, héroe anónimo, joven televidente. Muchas de las series que por edad te interesarían tienen argumentos inverosímiles y están llenas de estereotipos, protagonizadas por personajes mafiosos con apodo de título nobiliario, o por caprichosos niños pijos, malcriados hijos de papá, supuestos adolescentes interpretados por actores treintañeros. En programas de frustrante actualidad, jóvenes corrientes, con los cuales podrías identificarte, venden sus miserias vitales en los platós, buscando el minuto de fama que dará sentido a sus vidas. En otros programas disfrazados de “experimentos sociológicos”, chicos y chicas pregonan su libertad para decir y hacer lo que quieran encerrados en Guantánamos voluntarios vigilados por una red de cámaras que cuelgan de los techos como telarañas.
Sé sabio. Vigílate a ti mismo. Yo, que a nadie sirvo de ejemplo, trataré también de aplicarme el cuento...
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