Cataluña y Occitania (mar y montaña)
DÍA 0. Madrid, como siempre, tan familiar y tan ajeno al mismo tiempo, nos recibe, antesala de nuestro viaje. Sara nos acoge por una noche, y con ella hablamos de mil y un temas pendientes.
DÍA 1. Desde el cielo ya distinguimos elegantes masías entre fracciones de prados. Estamos en el extremo oriental de Iberia. Apenas unos kilómetros con nuestro simpático Fiat Panda, y enseguida nos topamos con la infinita masa azul, al norte de Cap Roig. Calella de Palafrugell es un pintoresco conjunto de casitas blancas, en una minúscula bahía. Así debían de ser antiguamente la mayoría de los pueblecitos de la Costa Brava, antes del urbanismo feroz que cambió su apariencia para siempre. Algunas barcas se esconden tras puertas de vivos colores; otras se amontonan en la playa, a los pies de unas graciosas arcadas. Bajo esas voltes, nos imaginamos a antiguas pescantinas vendiendo la mercancía recién apresada; no perdemos la oportunidad de degustar unos erizos frescos: tienen un profundo sabor a mar.
Un poco más al norte nos detenemos en Llafranc (parada para comer), un poco más al norte en Tamariu. Decidimos dar un paseo por Aigua Xelida. Una semiderruida ruta pedestre serpentea por una costa que sí que parece "Brava": acantilados bermejos, afilados, de formas caprichosas, que esconden solitarias calas de grava; pinos que estiran sus ramas tratando de tocar el mar, como sirenas verdes fotografiadas justo antes de la salida de una carrera de natación. Alguna mansión de lujo se disimula entre la foresta.
Pals, unos kilómetros hacia el interior, contrasta con lo visto hasta ahora: es un pueblo de casas de piedra, antiquísimas -sobre un dintel, una fecha, 1629- protegidas por una pequeña muralla. Está muy bien restaurado y es una gozada perderse (literalmente) por su entramado de callejuelas.
Anochece mientras llegamos a Cadaqués. La carretera cruza un paraje desolado, y la oscuridad aumenta la sensación de llegar a un lugar inhóspito, perdido de la mano de Dios, tocado nada más que por la durísima Tramontana.
DÍA 3 Sin embargo, a la luz del día, vemos Cadaqués como lo que es: un homogéneo conjunto de casitas que van cayendo unas sobre otras, como un dominó, hasta deshacer su blancura en el mar. La presencia de Dalí se pasea, como un fantasma, por las calles, por los muelles.
Nos perdemos por las callejuelas; el casco antiguo es encantador. Nos tomamos unos deliciosos bunyols antes de partir a conocer la casa de Dalí en Port Lligat, y asomarnos al balcón del Cap Creus.
Allí la Tramontana sopla endemoniada, es imposible permanecer en pie. De hecho, nada parece permanecer en pie salvo el faro.
A la altura de El Port de la Selva está el desvío hacia el monasterio de Sant Pere de Rodes, un benedictino nido de águilas de estilo románico.
Un poco más allá, la frontera con Francia. El Rosellón se nos abre entre la costa rocosa y suaves lomas sembradas de viñedos. Collioure es un pueblo de graciosa armonía, apoyadas sus casas de color pastel entre el Château Royal y la iglesia-fortaleza de Nôtre-Dâme des Anges. Esconde Collioure un resquicio para la nostalgia y el homenaje: la tumba de Antonio Machado. Apenas pueden verse las letras de la lápida, desbordada de flores, de placas. Un poco contrariado por ese inapropiado barroquismo, yo recuerdo la honda sencillez del poeta, y ese último verso en ese último papel, escondido en la bolsilla de su chaqueta: "Estos días azules y este sol de la infancia". Es víspera de San Valentín.
Llegamos a Carcassonne con el crepúsculo. Cientos de focos iluminan la mole amurallada de la Cité, confiriéndole casi un aspecto teatral, irreal. Todo impresiona; también el frío, por cierto: la nieve caída es testigo. Cenamos en un coqueto restaurant, en la esquina de una coqueta y petite place. El cassoulet está realmente sabroso.
DÍA 4 Por la mañana, visitamos el Château Royal, pisamos las calles adoquinadas, goloseamos una tienda de dulces, saboreamos una crêpe en un puesto callejero, admiramos las gárgolas "encarambanadas" de la gótica basílica de Saint Nazaire. Es hora de marchar. En una gasolinera surge un problema logístico: el surtidor automático no acepta nuestras tarjetas, y a la tercera, un gentil hombre se presta a socorrernos: "Ne me trompez pas, hein?" "No, absoluement, monsieur!" Seguimos viaje.
Los Pirineos pasan de ser una masa informe en el horizonte a una clara mole discontinua de cumbres nevadas, que salvamos zigzagueando por una carretera que nos lleva al alucinante vall d’Aran. Poco antes de Vielha, cortamos hacia el oeste, hacia Vilamós, una aldea que está a 1200 metros de altitud. Aquí, una cerca que intenta cercar el grandioso paisaje. Allí, una iglesia románica, recias casitas de muros enormes, unas ruedas de carro apoyadas en una tapia, un burrito peludo, una cancha de baloncesto nevada, unas vistas espectaculares.
Cuando llegamos a Vielha, el sol todavía está alto, así que seguimos hacia el sur, por el túnel de la N-230, que hace equilibrios entre Cataluña y Aragón. Giramos al este, al Vall de Boí-Taüll, bordado delicadamente con media docena de capillas románico-lombardas del siglo XII que armonizan con el soberbio paisaje: la de Sant Clement de Taüll destaca entre todas, con su sencillo juego de arcos y columnas, su colorido pantocrátor en el ábside central ("Ego sum lux mundi"), su esbelta torre de cinco pisos asentados en un macizo zócalo. Subir a lo alto de la torre es una aventurita divertida; metemos la cabeza en e interior de la campana, aspiramos el aliento frío de la montaña.
Santa María de Taüll, encerrada entre casas, pasa más despercibida. Dentro, la sensación de intimidad es enorme; cierro los ojos y escucho el silencio que está más allá de la armonía de gregorianos. Un merecido chocolate para calentar el cuerpo; regresamos a Vielha.
DÍA 5. Vielha todavía conserva cierto encanto, aunque lo que la asfixia cada vez más no son las altas montañas que la rodean, sino el urbanismo producto del turismo de alta montaña. Su hermosa iglesia, dedicada a Sant Miqueu, esconde una joya escultórica románica: el impresionante Cristo de Mijarán.
Salimos de Vielha hacia la parte oriental del Vall d'Arán. Al subir al Pla de Beret, nos damos cuenta de la inmensidad del paisaje que estamos atravesando.
Mientras, miles de puntitos de colores se deslizan sobre la nieve, en las laderas infinitas de Baqueira y Beret.
Tras subir y bajar el espectacular puerto de la Bonaigua, se abre ante nosotros el Vall d'Anceu; es el momento de buscar el pueblecillo de Espot, y de ahí al Parque Nacional de Aigüestortes. Pero desgraciadamente nos encontramos con un enorme cartel de madera: "Tancat, cerrado". Las capas de hielo sobre la carreterita que lleva al párking nos disuaden definitivamente. Decepción máxima, otra vez será. Nos dejamos llevar: Sort, La Seu d'Urgell (al que le damos el título de lugar más feo de los que hemos visto), túnel de Cadí, Bagà. Este pueblecito medieval nos anima el semblante.
Dormimos en una graciosa cabaña del cámping de Berga.
DÍA 6. A la carretera se asoman hermosas masías; todavía la nieve sigue siendo protagonista. Nuestra primera parada en esta nueva jornada de viaje es el Monasterio de Ripoll, la cuna de Cataluña. Su pórtico y su claustro son especialmente admirables; su iglesia es camposanto de los antiguos nobles catalanes.
Todavía Ripoll guarda bellos rincones, como el conjunto rojizo de casas que se asoma al río Ter. Antes y después de Sant Joan de les Abadeses, carteles anuncian un referéndum por la independencia. Más allá, Castellfollit de la Roca nos espera en lo alto de una muralla caliza. Realmente impresiona.
Pero es una fiesta para los sentidos la armonía arquitectónica de Besalú, (probablemente) el pueblo más hermoso de Cataluña.
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