"Inocencia perdida", de Giselle Aronso
No entiendo que el microrrelato de Augusto Monterroso, "Cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí", haya alcanzado semejantes cotas de popularidad. A mí me parece una chorrada, o para no ser tan taxativo, un pequeño juego verbal que no resiste comparación alguna con otros memorables relatos del autor hondureño.
Vean ustedes, por el contrario, el poco conocido microrrelato de la poco conocida Giselle Aronso, titulado "Inocencia perdida", claramente inspirado en el de Monterroso, pero con una fuerza dramática infinitamente mayor:
"Cuando desperté, aquella noche de Reyes, al mirar mis zapatos, mi padre todavía seguía allí".
Me disgusta un poquitín ese "al mirar" que expresa simultaneidad temporal, que creo que debiera haber sido sustituido por un "para mirar" que expresase finalidad. Pero el relato es soberbio, ¿verdad? Una pequeña joya que uno se encuentra por casualidad. Aprovechemos la coyuntura para leer otros dos microrrelatos de esta escritora argentina...
Des-creación
En el principio, encendió las sombras.
Al segundo día aniquiló su deseo.
Durante el tercero se dedicó a eliminar el asombro.
Todo el cuarto día lo ocupó en sofocar la ilusión.
Destruyó todas y cada palabra durante el quinto día.
Al sexto día decidió apagar su voz.
Y el séptimo día, desapareció.
El paredón
Sabía que estaba allí, por eso no necesitó corroborarlo antes. Recordaba perfectamente que se encontraba al final de una calle sin salida, luego de las siete cuadras que ocupaba una fábrica de zapatos.
Sentía que era la mejor opción para su decisión, la que más la identificaba, la más emblemática.
Cruzó la ciudad con la tranquilidad de quien ya ha atravesado las mareas de su mente y está del otro lado. Por eso mismo, ya no pensaba; de esa orilla no hacía falta la razón.
Cuando llegó por fin adonde la fábrica comenzaba, automáticamente como tantas otras veces, su pie derecho aflojó el acelerador mientras el izquierdo al mismo tiempo activaba el embrague y su mano apretaba la palanca moviéndola a la posición de cuarta velocidad. La misma operación fue repetida para pasar a la quinta. Tres cuadras le bastaron para alcanzar los 160 kilómetros por hora. En ese número se condensaba el último sentido de todo.
Las cuatro cuadras restantes se volvieron líquidas en el tiempo.
Al llegar a la séptima, se aferró con toda la fuerza que le quedaba al volante y sin dudarlo avanzó como si fuera a zambullirse en esa masa concreta y uniforme que la atraía. Su límite final.
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israelprofedelengua -
José Antonio -