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ISRAelPROFEDELENGUA

En otras circunstancias

En otras circunstancias

Foto: Sergei Grits (The Associated Press)

Como una cenicienta que temiese las campanadas de medianoche, Katja quiso irse pronto de la fiesta, y Maurizio, tras insistir inútilmente en que se quedase, la acompañó hasta la parada del autobús, frente al parque Gorki. Ya se habían dicho adiós por última vez hacía cinco años, y cinco años después volvían a hacerlo, con el peso triste de saber ambos que esa vez sí sería la despedida definitiva.

La nieve de la noche anterior se había convertido en hielo, y ella, para asegurar el paso, de una manera natural e inofensiva, enroscó su brazó alrededor del de él. Sin embargo, y pese al frío polar, Maurizio sintió que le ardían las mejillas, y que su alma trastabillaba ya por las resbaladizas laderas de los sentimientos escondidos.

Llegaron a la parada del autobús. Sus brazos se desanudaron. Ella compuso la bufanda que se descolgaba rebelde, del cuello de él. "Si te resfrías, me sentiré culpable". El corazón de Maurizio galopaba en una alfombra de estrellas cristalizadas. Katja resumió los cinco años de ausencia mutua. Él buceaba en sus ojos puros y azules, mientras escuchaba. Ella le habló del desengaño de las expectativas, del peso de la reponsabilidad, de la tristeza del paso del tiempo. "Siento que mi vida no es mía". Y él pensó por un momento si debía ser él quien la ayudara a recuperarla.

El autobús 244 no llegaba. Maurizio encendió un cigarrillo, ansioso. Querría decirle lo mucho que valía, lo mucho que debía quererse a sí misma, pero esas palabras sonaban ridículas en su mente. Algo en él -o en ella- lo animaba simplemente a recorrer su inocencia con la boca, a abandonarlo todo por ese pálpito repentino. A subir la apuesta más allá del límite de lo razonable. Era la parte de él que soñaba con que ningún autobús pasase, con que el alba no apagase las farolas. La otra parte intuía que el alba, inexorable, sí apagaría las farolas, y que el riesgo de aquella apuesta era inasumible.

"¡Oh, Katja!". Él sujetó suavemente su cabeza con las dos manos, deslizó sus dedos por las cascadas de su pelo, y se inclinó sobre su rostro. Y la besó. En la frente. Aquel beso no saciaba a ninguno de los dos, pero los dos sonrieron.

Katja detuvo un taxi, segura ya de que el autobús no pasaría esa noche. "Hasta siempre". Los dos veían la mirada líquida en los ojos del otro, pero ninguno añadió nada. Maurizio insistió en pagar, y dejó un billete de 20.000 rublos en la palma de su mano. Para ella era una pequeña fortuna y no se negó a rechazarlos una segunda vez. Ella le dio las gracias y entró en el coche. "Úlitsa Púshkina", alcanzó a oír él. Aunque pagar el taxi era un detalle imprescindible, no pudo evitar sentirse sucio, como si hubiese tratado a una reina como a una ramera barata. Katja ya no se volvió para un último gesto de adiós; el Lada se alejó por la avenida Skorina, hasta que sus faros se diluyeron entre las luces nocturnas de la ciudad.

De vuelta a la fiesta, Maurizio se unió con fingido entusiasmo al coro de conocidos que le brindaban buenos deseos para el futuro. Apuró el penúltimo vaso de vodka, mientras pensaba que quizá en otras circunstancias, él no habría regresado: habría acompañado a Katja a su apartamento, o hasta el fin del mundo. En otras circunstancias.

2 comentarios

israelprofedelengua -

Me alegro de que te guste; un saludo, señor anónimo ;-)

Anónimo -

Delicioso