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Chequia y Austria Oriental

Chequia y Austria Oriental

Marioneta típica. Praga.

Cuarenta años después de la Primavera de Praga1, mientras los recuerdos de mi viaje por la República Checa están frescos todavía, aprovecharé para plasmarlos en las páginas de este blog (que cada vez está más lejos de sus orígenes educativos para convertirse en un blog personal, aunque... ¿quién dirá que el viaje no es cultura, no es educación?). No lo hago solo por vosotros, para que descubráis este maravilloso país, sino también por mí, para atrapar para siempre todas las sensaciones de las que me he impregnado...

Pero tranquilos, este no es el típico "cuaderno de viaje", solo unas imágenes adornadas de unas cuantas palabras (o al revés)... Pero, ¡por favor! Viajad sin peso, si acaso solamente escuchad el rumor del Moldava, el río de Bohemia, tal y como lo sintió Bedřich Smetana, el gran compositor checo...

Desde las alturas, Chequia es un lienzo jaspeado donde sobresalen claramente el verde de sus bosques y el oro de sus campos de cereal. El avión nos despacha en la terminal del aeropuerto de Praga, el autobús 119 nos vomita en la estación de metro de Dejvická: nadie a mi alrededor parece darse cuenta de este siniestro descenso a los infiernos. Pero, como en la delirante Quinta da Regaleira, en Sintra, se trata en realidad de un renacimiento, de la resurrección a una vida mejor, porque, mientras la luz del día vuelve a abrazarnos suavemente en la ulice Kaprova, apenas sin darnos cuenta nos hallamos en el centro de la Staroměstské náměstí, una de las plazas más bellas de Europa, un lugar de cuento de hadas que nos devuelve a nuestras ensoñaciones infantiles de dragones, castillos, caballeros y princesas. La frescura de la Krušovice de 12 grados no nos ayuda a despertar de este sueño, pero paulatinamente tratamos de captar cada detalle: un caballo blanco echando la lengua fuera, una fachada pariendo una campana, un esqueleto tocando las horas... Un escenario ahora casi surrealista, desde el que, bien empapado, me dirijo a mi alojamiento, un modesto apartamento en ulice Týnska.

Segundo día en Praga, la perla de Bohemia. El esqueleto toca para mí su fúnebre hora, y, como sin voluntad, me dejo arrastrar maquinalmente por la corriente humana que me lleva por la ulice Karlova. Me sacude la belleza gótica de la torre que se levanta frente a mí. Subo perdiendo el aliento en cada uno de los 138 peldaños que me elevan al cielo de Praga. A mis pies, como miniaturas, las estatuas del Karlův most, el puente de Carlos. El río Moldava las ignora, soberbio y elegante, y se desliza entre los arcos camino al noroeste, camino al océano. A mi izquierda, Hradčany, donde el Castillo y la catedral de San Vito gobiernan majestuosos el horizonte, por donde se pondrá el sol; a mi derecha, las alturas aguijoneadas de Staré Město. Caminaremos hacia el hrad, admiraremos la catedral, pasearemos por los jardines del Senado, volveremos junto al río. De cerca, el Moldava es más Vltava, no parece tan vanidoso ni distante, me guiña un ojo, me invita a acariciar sus riberas. Las dos torres que las flanquean están serias. Yo me siento, cierro los ojos... Al fondo, en Nové Mesto, más allá de las fantasías del Museo de arte contemporáneo y del fantasma de Don Giovanni del Teatro Nacional, la Tančící dům, la Casa-que-Danza, mueve sensualmente sus caderas como una bailarina oriental, al son de las suaves ondas...

Tercer día. En la Námĕstí Republiky, la negra mole de la Torre de la pólvora se funde en paradójica armonía con el color pastel, los vidrios de colores y el hierro forjado de la Obecní dům, la Casa Consistorial. A partir de aquí, se suceden en vertiginoso carrusel las maravillosas fachadas art nouveau, tirabuzones rubios deslizándose en cascada hasta la Plaza Wenceslao. La escalinata del Museo Nacional todavía llora la historia de Jan Palach, triste epitafio de la Primavera de Praga. Un violinista callejero, un cambista sin escrúpulos, una estatua de un caballo muerto, una farola cubista, una marioneta de mirada siniestra, un huevo de pascua… todo cabe en la ciudad de Kafka. Por la tarde, Josefov se abre como una flor delicada para mostrarnos la Vieja sinagoga y el remolino de tumbas del Cementerio judío. Por la noche, lo que se abre es el telón del Ta Fantastika: Alicia se hace mayor, y abandona para siempre el País de las Maravillas. Nosotros también abandonamos la magia de Praga. Espero que no para siempre.

Cuarto día. Atravesamos mil campos listos para la siega, y de repente, un paisaje boscoso, un profundo valle, de repente Karlovy Vary. Álamos presumidos, los edificios modernistas fin de siècle se alinean en las riberas del río, ofreciendo un mosaico de exquisitos colores y diseños. Todo es por el agua, que hierve en las entrañas de la tierra. Cien fuentes jalonan nuestro paseo hacia la cabeza del valle.

Ahora la carretera serpentea, entre bosques y praderas, hacia el este… cada kilómetro es un minuto menos de luz. Pero Česky Krumlov alumbra por sí misma. El Moldava reaparece, más tierno y juguetón, encerrando el pueblo en un fabuloso meandro. En la noche resplandece imponente la roca del castillo, ya no sé qué es roca y qué castillo, con su torre, maquillada como una joven preparada para salir. El conjunto nocturno es grandioso. Se oyen risas a lo lejos.

A la mañana siguiente llueve. Adiós, Moldava, Vltava…

Quinto día. La primera imagen de Austria es un campo de girasoles. Después, Mauthausen. Los barracones de madera del Kamp son un pálido recuerdo de la tragedia vivida hace poco más de 60 años. Un niño corretea entre ellos, ajeno al significado del alambre de espino y las torres de vigilancia, las lápidas y las flores… El Danubio es testigo mudo. Seguimos su curso, aunque nos intimida su anchura. La desmesura de la abadía de Melk da paso al amable paisaje de la Wachau, colmada de viñedos, coronada de castillos. Enfilamos Viena. Desde la ventana de nuestro apartamento en Ortliebgasse se ve un enorme panel publicitario.

Sexto día. En unas paradas de tranvía estamos en el centro, un par de calles más, Michaelerplatz, el Hofburg. Las trompetas atruenan, el águila extiende sus alas, los carruajes traquetean sobre los adoquines. Estamos en el centro del Imperio, la cuna de los Habsburgo. Un patio tras otro, todo es enorme, colosal, formidable. El águila nos sobrevuela hasta la Stephansdom, la gótica catedral de San Esteban; se detiene en su tejado, nos mira de reojo. Devoro un Wienerschnitzel, un escalope vienés: es gigantesco, apenas cabe en el plato. Seguimos nuestra caminata, el sol nos castiga; el Burggarten aparece ante nosotros como un oasis. Tumbado en la hierba, con los pies metidos en el agua, siento que he empequeñecido. El Danubio también: pasa por Viena triste, cabizbajo, como a quien el que debiera ser el amor de su vida rechaza sin contemplaciones. En el Rathaus centenares de sillas instaladas ante una pantalla gigante esperan a los espectadores de algún concierto.

Séptimo día. Las pisadas de Sissi nos conducen al Schloss Schonbrunn, que se levanta elegante, amarillo pastel, al sur de Viena. Una pareja de novios de rasgos orientales se hacen fotografías al pie de las escaleras. Confundidos por la mezcla de historia, mito y ficción hollywoodiense, recorremos las fastuosas estancias palaciegas. Tras las recargadas salas, los delicados jardines relajan la vista. Al fondo, la Glorieta ondea como una bandera. Por la tarde, el maravilloso Musikverein abre sus puertas para nosotros: las armonías de Mozart nos seducen. Despedimos la noche en un café, con el dulce sabor del apple struddle, servido por un amable camarero bosnio que chapurrea español. Águila e imperio, cisne y vals, Viena, como la mujer de Lot, es una estatua de sal que mira hacia el pasado.

Octavo día. Tras nuestra infidelidad austríaca, Chequia nos recibe tímidamente en Znojmo, Moravia, sin ostentaciones, como una novia desconfiada tras una decepción amorosa. Pero después, en Telc, nos perdona, nos abraza, nos besa. Bajo el amparo de los soportales, refrescados por la penúltima cerveza, contemplamos el maravilloso conjunto de casitas multicolores, renacentistas y barrocas, apoyadas unas en otras como temblorosas ancianitas en una excursión dominical. Después Trebic nos muestra su desconocido Barrio judío, tan auténtico y encantador como maltrecho y desconocido; en el cementerio las lápidas se desparraman por la ladera. Brno es la parada final. No hay tiempo sino para un breve paseo y una opípara cena. Ahora sí es la última cerveza. Nuestra amable anfitriona de la pensión Pohoda nos regala sonrisas infinitas.


Noveno día. Apenas nos hemos ido y ya siento nostalgia...

1. Interesante el reportaje de Informe Semanal aparecido esta semana sobre la Primavera de Praga. Un tanto simplista quizá, pero interesante.

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