Los hijos de Abraham
Una bomba que se derramaba sobre Gaza como las ramas brillantes de un árbol de navidad. Ésa fue una de las imágenes impactantes del Año Nuevo. Mientras la pólvora se usa aquí para los petardos que saludan la llegada del 2009, en la franja de Gaza la escalada bélica entre el ejército de Israel y los milicianos de Hamás parece imparable. Mi buen amigo y compañero de estudios Moncho Iglesias, poeta, traductor (ha traducido al gallego el cuento del escritor hebreo Etgar Keret "O condutor de autobús que quería ser Deus"), columnista y, en fin, inagotable aventurero-trotamundos, que ha vivido muchos años en Palestina, me invitó a una manifestación en Vigo como protesta por el "genocidio israelí". No le expliqué lo bien que quería mis reticencias a participar en estos gestos por la paz convocados por organizaciones -algunas- de dudosa credibilidad como referentes de libertad y concordia, pues las razones que pudieran tener acaban ahogándose muchas veces entre las exaltaciones de la radicalidad, insultos, proclamas incendiarias, quemas de banderas... (las imágenes del telexornal del pasado sábado 3 me dieron la razón en esto). Tampoco le expliqué lo bien que quería la parcialidad que en mi modesto juicio supone acusar de "genocidas" a los israelíes al mismo tiempo que medio se disculpa con subterfugios argumentativos a un palestino "que se ve obligado a convertirse en una bomba" (Saramago dixit). Moncho, con buen criterio y mejor intención, repuso que "non é o momento de buscar culpables, é o momento de parar este derramamento de sangue". Es cierto, Moncho. Ojalá se detenga el derramamiento de sangre. También en otras partes del mundo. Ojalá no hubiese ni tanques, ni bombas, ni seres humanos que se convierten en tanques y bombas. Ojalá los líderes se partiesen el alma por apagar los radicalismos, por encontrar el statu quo que haga posible la convivencia, en lugar de disfrazar su ineptitud y su corrupción cargando las culpas sobre el otro. Ojalá los partidos políticos fueran plataformas de intercambio de ideas, no cloacas de sectarismo. Ojalá los imanes y los rabinos interpretasen el Corán y el Tanak sin fanatismos, con el espíritu de perdón y amor de Aquel que se los reveló. Ojalá árabes palestinos y judíos no se negasen el derecho a la existencia…
Pero soy pesimista. Este capítulo llegará a su fin, pero el libro con páginas de sangre que escriben juntos israelíes y árabes-palestinos continuará indefinidamente, porque cada palabra se escribe con tinta de odio. Parece que poco o nada une a estos dos pueblos con diferencias irreconciliables. Sin embargo, quizá mucha gente desconozca que judíos y árabes comparten un mismo origen semita, más aún, son hijos de Abraham.
El relato bíblico del Génesis nos explica cómo Abraham llega a Canaán, Eretz-Israel (lo que los romanos llamaron Palestina) tras ser llamado por Dios, quien hace un pacto con él, y le promete el territorio para sus descendientes. Pero su mujer Sara no se queda embarazada y ella sugiere, “para facilitar la promesa”, que tome como esposa a su sierva Agar. Cuando ésta se queda encinta, Sara siente que se burla de ella, y trata de echarla del campamento. Pero finalmente Agar se queda y así nace Ismael, el primogénito. Pero Dios le promete a Abraham un hijo específico de Sara, con el que continuará el pacto hecho con él. Cuando nace Isaac, parecen volver los problemas domésticos: Sara no tolera unas burlas de Ismael hacia Isaac, y vuelve a pedirle a Abraham que expulse a los dos. El patriarca accede, cuando Dios le da a entender que cuidará de Ismael, y obtiene su promesa de que hará de él una gran nación. Tras la separación de sus caminos, Isaac e Ismael aún volverán a reunirse en el entierro del padre, probablemente por última vez. Isaac, casado con Rebeca, tiene dos hijos (también con notables desavenencias, por cierto): Esaú –quien al parecer se casó con una hija de Ismael- y Jacob, que engendrará doce hijos, y cuyos descendientes acabarán viviendo como esclavos en Egipto cuatrocientos años hasta su liberación, éxodo y retorno a Canaán, donde establecerán el reino de Israel. Por su parte, Ismael se establece más al sur, y tiene también doce hijos, doce príncipes, que se establecerán entre la frontera de Egipto y el golfo Pérsico, en la gran Arabia.
Bueno, éste es el relato. No hay dato alguno que revele un odio entre los dos hermanos, pese a los episodios de celos y desavenencias familiares. Aunque Dios estableció un pacto perpetuo especial con los hijos de Isaac, bendijo a los hijos de Ismael, tal y como había prometido a Abraham. Hizo de los descendientes de ambos, pueblos sabios e independientes, capaces de abanderar auténticas revoluciones científicas y culturales. Quizá la inmensidad del mundo antiguo, suficientemente grande para los dos, quizá la diáspora judía de casi 2000 años y otras circunstancias histórico-políticas evitaron los enfrentamientos. En la Al-Andalus medieval hay evidencias de la convivencia pacífica de los dos pueblos. Sin embargo, ahora, los hijos de Isaac y los hijos de Ismael se odian entre sí. Se disputan la legitimidad de su linaje, el favor divino, el derecho a la Tierra, a la Existencia. Si Abraham volviese, quizás pondría orden en este campamento, daría un azote a cada uno de sus hijos y los castigaría de cara a la pared. Incluso a riesgo de ser vilipendiado por los pseudopedagogos criminalizadores del cachete…