Juan Manuel de Prada, que solía pasar los veranos de su niñez por Verín, escribe un texto que responde perfectamente a ese tópico literario clásico que conocemos como "menosprecio de la corte y alabanza de aldea". Un artículo precioso.
El diccionario define 'añorar' como «recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de alguien o algo muy querido»; pero lo cierto es que siempre añoramos lo que nunca tuvimos. Y tal vez sea natural que así sea, puesto que lo que nunca tuvimos es aquello cuya privación más nos humilla, cuya ausencia más nos aflige (como un miembro amputado o una inocencia pisoteada), cuya ausencia explica nuestra desazón y disgusto. Yo, por ejemplo, añoro la vida en el campo que nunca tuve: me nacieron en un paraje industrial del País Vasco, crecí en una recoleta ciudad de provincias, ahora sobrevivo en un infierno de asfalto en el que siempre me sentí extranjero. De la vida en el campo solo conozco vislumbres, seguramente enaltecidos o sublimados por la memoria: visitas de fin de semana a tíos y abuelos que vivían en el pueblo -pueblos campesinos y abnegados de Castilla, con casas de adobe y el sol temblando en lontananza, allá en la era-, excursiones campestres con mi abuelo -en pos de hierbas medicinales, en pos de manantiales recónditos, en pos de sombras rumorosas-, vacaciones estivales en Verín, rodeado de aldeas que aún escondían un rescoldo de paraíso ancestral, cada vez más hostigado por el avance del progreso. Apenas nada, en fin: pero en esos vislumbres apenas entrevistos se ha quedado una porción de mi alma, acaso la más genuina; y esa porción desgajada de mi alma me reclama sin cesar, como una novia despechada o un hijo abandonado en la inclusa.
Añoro cosas tan ajenas a mi vida cotidiana como roturar un huerto, ordeñar una vaca, arrancar los tomates de la mata, recoger los huevos que las gallinas han dejado entre la paja del ponedero, extraer el agua de un pozo en un cubo de latón abollado. Son labores que he visto hacer, con fascinada envidia, a labriegos anónimos; y también a tíos y primos, allá en la infancia remota. En alguna ocasión, incluso, me permitieron hacerlas a mí mismo, con condescendencia y prevención, como se deja al neófito atisbar los secretos de un arte que no comprende. Recuerdo la opulencia de las ubres de una vaca, como un botijo de carne blanda y dulcemente cálida, colmando mi mano tímida y balbuciente; recuerdo la tibieza de un huevo sobre mi mejilla todavía imberbe, mientras la gallina que acababa de ponerlo aleteaba despavorida; recuerdo el estallido de frescura de un tomate sobre el velo del paladar, sabroso como una fruta arrancada de algún árbol del paraíso; recuerdo el alborozo de la tierra que se rompe, al paso del arado, deseosa de brindarse; recuerdo, asomado a su brocal, el silencio atónito de un pozo en el que se copiaban las estrellas del cielo. Son retazos o jirones de memoria que apenas ocupan un instante diminuto de mi vida: pero en ese instante se contiene, como en la semilla de mostaza, un árbol frondoso de añoranzas.
A veces sueño que soy un hombre de campo (de un campo que ya no existe): que me despierto con el canto de un gallo, cuando el alba apenas ha empezado a rayar; que escucho misa muy de mañana, en una iglesia susurrante de bisbiseos de beatas, ante un altar donde el cura oficia de espaldas a los fieles; que arranco malas hierbas del modesto predio que yo mismo he roturado; que siego con una hoz el trigo, hasta que el dolor de la espalda me deja casi tullido; que interrumpo mis labores para rezar el ángelus, impetrando la lluvia del cielo; que saco por la tarde a pastar la vaca que luego ordeño en el establo, fragante de mugidos y de bostas; que celebro la matanza en compañía de familiares que ya murieron hace décadas (y en mis sueños soy el encargado de hincar el cuchillo al marrano, y su sangre me empapa el rostro); que me pongo un traje que me queda estrecho para la procesión del Corpus; que piso las uvas que luego me brindarán un vino morapio y un puntillo agrio; que bailo con las mozas del pueblo en la fiesta del patrón (y que entre todas las mozas cortejo a una menuda y rubiasca, asturianilla para más señas); que vuelvo a casa y me quedo mirando la lumbre de la chimenea hasta que se apaga, pensando si pedirle matrimonio a la rubiasca a la que ni siquiera me he atrevido a besar, a la que ni siquiera me he atrevido a acariciar con mis manos rudas y encallecidas; y que, mirando la lumbre, me quedo dormido, como un bendito de Dios, hasta que un gato me trepa a las rodillas y me advierte que es hora de meterse en la cama, cuyo colchón de lana tendré que acordarme de orear a la mañana siguiente.
Y entonces despierto. Y añoro lo que nunca he tenido. Y me maldigo por vivir una vida que no quiero, en lugar de la vida querida que sueño.
Juan Manuel de Prada, en XLSemanal (1 de julio de 2012)
http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/20120701/anoranzas-2897.html